La segunda película de la serie James Bond protagonizada por Roger Moore, desinfló un tanto las expectativas comerciales, sobre todo porque la anterior y primera de la fase Moore, Vive y deja morir, tuvo excelentes números; con un presupuesto de 7 millones de dólares, recaudó en todo el mundo la bonita cifra de 162 millones. Esta segunda que comentamos, sin embargo, con igual presupuesto, se tuvo que conformar con casi la mitad de recaudación mundial, 97 millones (fuentes: IMDb y The-numbers.com). Menos mal que con la tercera de la etapa Moore, La espía que me amó, las cifras mejoraron apreciablemente, enderezando ya definitivamente la franquicia como el rentable y goloso producto comercial que, evidentemente, era y sigue siendo.
En cualquier caso, desde un punto de vista puramente artístico, lo cierto es que El hombre de la pistola de oro no fue de las mejores de la saga en general, ni tampoco de la fase mooreana. Al principio de la película conocemos a Francisco Scaramanga, frío asesino mercenario que mata siempre con una pistola de oro, cobrando un millón de dólares por objetivo liquidado (se entiende que libre de impuestos…). Su edecán y hombre para todo, el enano Nick Nack, le sorprende (es algo pactado, evidentemente…) con un asesino que intenta matarlo. Introducido en una especie de laberinto de espejos, el intruso termina siendo eliminado por Scaramanga, como una manera un tanto brutal de mantener en forma sus reflejos y sus capacidades asesinas… Poco después llega a la sede del MI6, el Servicio Secreto Británico, una bala de oro con la inscripción “007”; paralelamente vemos como envían a Bond a Beirut al cabaret donde mataron al agente 002. Pronto nos enteraremos, entre varias peripecias, que el objeto en cuestión en este segmento de la saga se llama Solex, y es un prodigioso invento que permite aprovechar la energía del sol para las necesidades energéticas de la Tierra, con lo que se acabaría con la crisis del petróleo que en esas fechas estaba en su apogeo. Pero Scaramanga y los suyos, que van a hacerse con el aparato, quieren aprovechar ese gran invento en beneficio propio, para chantajear a los mandatarios del planeta…
Con los siempre estupendos títulos de crédito iniciales de Maurice Binder y, en este caso, el potente tema principal cantado por Lulú, con mucha marcha, este segundo Bond de la era Roger Moore participó en buena medida de la mayor parte de las constantes habituales de la franquicia, desde el gusto por las localizaciones exóticas (aquí tendremos Beirut, India, Hong Kong y Bangcock) hasta las espectaculares persecuciones; aquí las mejores son la que tienen lugar en el aire, con un hidroavión que pilota el propio Bond (que debe tener carnets de todos los colores, qué tío…), y la que acontece sobre lanchas de potentes motores por un río, permitiendo esta última algunos divertidos excursos (como un sherif norteamericano que es enteramente una caricatura del poli yanqui ultraconservador: sempiterno comedor de tabaco y acérrimo anticomunista, entre otras “virtudes”…), y alguna imposibilidad metafísica, como un salto en el aire de la lancha bondiana en la que da hasta una voltereta lateral sobre sí misma (vamos, ni los del Circo del Sol…).
Otra de las características de la serie Bond, y en especial en esta etapa Moore, es su apego a su momento histórico, como la crisis del petróleo que estalló prácticamente cuando se empezó a rodar la peli, y que tendrá cierta repercusión en la trama (en cuanto a formas de intentar paliarla, aunque fuera con inventos del tebeo, como es el caso), pero también el auge que en esos años setenta tenía el fenómeno conocido como “wuxia”, el cine de artes marciales orientales, en las que reinaba Bruce Lee con películas como Kárate a muerte en Bangcock, poco antes de que él mismo muriera en extrañas circunstancias. Pues aquí las artes marciales chinas y similares tienen, efectivamente, una gran importancia en las luchas que Moore y sus aliados mantendrán con sus enemigos, con Scaramanga a la cabeza. Por supuesto, están también dos de las circunstancias sociológicas típicas del Bond de la época, el machismo a ultranza de 007 y la mirada sobre la mujer que fluctúa entre la belleza lánguida y la torpeza en cualquier actividad que requiera un mínimo de destreza física o incluso mental: era el machismo ambiental de la época, por supuesto, no puede ser juzgado con la perspectiva del siglo XXI.
Formalmente, la película cuenta con una realización funcional del británico Guy Hamilton, en su cuarta (y última cinta) de la saga Bond. Hamilton no fue un cineasta especialmente personal, aunque sí era un buen profesional sobre todo del cine de acción, siendo más endeble en otras facetas, como las escenas de corte dramático. Eso sí, el film cuenta con algunas escenas de humor, que fueron bastante frecuentes en la etapa Moore, mientras que en las anteriores (Connery y Lazenby) e incluso en las posteriores (Dalton, especialmente, pero tampoco Brosnan y no digamos el “serio” Craig) no era práctica habitual, salvo excepciones.
Como curiosidad, aquí hay un especial hincapié en lo que podríamos llamar cierto “voyeurismo” no sexual, por cuanto tanto a Scaramanga como a su sicario el enano, con notable frecuencia, los pillamos mirando escondidos para no ser vistos. Hay también lo que podríamos reputar un homenaje (mejor considerarlo así, en vez de plagio o copia…) de la famosa escena del laberinto de espejos de La dama de Shanghai, de Welles. Ni que decir tiene que este es infinitamente inferior, pero al menos intentaron hacer ese tributo, lo que siempre se agradece.
En la interpretación, Moore se había hecho ya con el personaje, y ciertamente lo bordaba, con independencia de que, como el lector sabe, preferimos a Connery como Bond sobre cualesquiera de los otros actores que lo han interpretado. Pero Moore le confirió su propia personalidad, adornándola con esos toques de humor entre lo irónico y lo pícaro que, ciertamente, lo mejoraban, e incluso podríamos decir que lo hacían mejor persona (teniendo en cuenta que Bond es un rol ficticio, por supuesto...). Christopher Lee, evidentemente, es un villano magnífico: después de haber encarnado repetidas veces al Drácula más elegante y poderoso que se haya filmado jamás, en los terrores de la Hammer, hacer de Scaramanga era pan comido… Como curiosidad, Lee era primo de Ian Fleming, el autor de las novelas en las que se basaron las primeras adaptaciones de la serie 007; después, cuando se agotaron los textos literarios fleminguianos, se escribieron guiones directamente para la pantalla por parte de otros autores. Las chicas Bond, Britt Ekland y Maud Adams, cumplían holgadamente con lo que le pedían los productores en aquella época, que era poner el palmito y poco más.
(12-09-2024)
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