Es legendaria la anécdota, quizá no del todo falsa, que cuenta cómo fue que Orson Welles rodó La dama de Shanghai: según esa (quizá no tan) leyenda urbana, tras terminar el rodaje de Macbeth (1946), Welles tenía el compromiso con Columbia de hacer una película a corto plazo. Sin ideas sobre qué hacer al respecto, Orson habló con el departamento de producción de Columbia desde una cabina de teléfono; preguntado sobre cuál iba a ser ese proyecto que tenían acordado, Welles vio en un kiosko de prensa que tenía enfrente una novelita de saldo titulada If I die before I wake, original de Sherwood King, y le dio ese título a su interlocutor. Los derechos de la novela de baratillo fueron adquiridos por 600 euros, y Welles hizo de aquella mediocre narración romántica en clave de thriller una auténtica obra maestra del cine.
Si la anécdota no es cierta, merecería serla. Porque lo cierto es que la novela de Sherwood King es una de tantas que no tiene entidad literaria, pero lo que hizo Welles a través del guion y, sobre todo, de la filmación y montaje de su adaptación al cine, la convirtió en una joya del llamado Séptimo Arte.
La dama de Shanghai es fundamentalmente una historia de amor, pero también una historia de traiciones: Michael O'Hara, marino sin oficio ni beneficio, curtido en mil batallas en todos los mares planetarios, salva a una belleza en Central Park cuando es atacada por unos maleantes; la bella resulta ser Elsa Bannister, esposa de un viejo, rico y prestigioso abogado, Michael Bannister, que está tullido de ambas piernas, por lo que tiene que caminar ayudándose de dos bastones. El abogado le contrata como chófer, y Michael pronto se enamora de Elsa, cuya vida amorosa con su marido se adivina nula. Pero el socio de Bannister, Grisby, le propone a O'Hara un plan para que se gane 5.000 dólares fácilmente, para lo cual solo tiene que firmar una confesión atribuyéndose el asesinato del socio, que desaparecería y cobraría el seguro de vida; según la doctrina judicial de la época, el conocido como corpus delicti, si no hay cuerpo del delito, no hay posibilidad de condenar al asesino, incluso aunque haya confesado. Claro que las cosas no saldrán como estaban previstas...
De cómo sacar de una novelita barata, de una literatura pulp, auténticos dijes de pedrería finísima, es de lo que va, en puridad, esta La dama de Shanghai: sobre una historia más bien pedestre, Welles trasciende lo que se cuenta por la forma en la que se cuenta; así, la historia de amor entre Michael y Elsa, los celos de Bannister, la codicia de Grisby y su deseo de empezar de nuevo en otro sitio sin ataduras, las traiciones cruzadas, las diversas trampas en las que cae el marino, estarán dadas con una fuerza de imágenes impresionante: el bellísimo blanco y negro de la fotografía, el matizado tenebrismo de algunas imágenes, el encuadre, siempre original, que no extravagante, algunas secuencias imborrables, como la final en el local de los espejos que multiplica ad infinitum las imágenes de Bannister, de Elsa, de Michael, hacen parte del trabajo; los brillantes diálogos creados por Welles terminan de rematar la faena; algunos de esos diálogos son oro puro, como el que O'Hara les espeta a Bannister y Grisby cuando ellos, cínicos de vuelta de todo, se lanzan dardos verbales mientras sestean indolentemente: sois como tiburones despedazándose, les dice, recordando una terrible escena contemplada en uno de sus periplos marineros. Lo que Michael no sabe entonces, aún, es que otro tiburón, de género femenino, también estará en ese festín de sangre y vísceras, y que la que parece la mujer desvalida, carnalmente olvidada por un marido impedido, no es sino una arpía que maquina arteramente también contra él.
Hermosa formalmente, densa en su contenido, La dama de Shanghai es una de las obras maestras de Welles, a la altura de sus cimas: Ciudadano Kane (1941), El cuarto mandamiento (1942), Macbeth (1946), Sed de mal (1958), El proceso (1962), Campanadas a medianoche (1965). Es una lección de cómo sublimar cualquier material de partida, por endeble que este sea. Explica cómo sacar oro de la ganga: solo hay que tener un talento desmesurado, poliédrico, como el que tenía aquel viejo, gordo, entrañable Welles, un auténtico genio, de los que se merecen, de verdad, ese apelativo hoy tan gastado de tanto usarse indebidamente.
Orson está exacto como el marino desarbolado (qué propio, dada su profesión...) por los cantos de sirena de la bella que lo emboscó, junto con los otros tiburones que pretendieron, por diversas causas, su perdición: Grisby por avaricia; Bannister por celos y venganza, furioso por su propia invalidez, evidentemente emparentada con su imposibilidad física de satisfacer a su mujer; Elsa por su calculada jugada para utilizar a su pretendiente Michael para huir de la que ella ve como condena o prisión al lado de un hombre que le da dinero pero no felicidad, ni amor, ni placer. Rita Hayworth, en aquellos años aún esposa de Welles, es la intérprete ideal de la coprotagonista, en un personaje ambiguo, tortuoso que quizá entonces ya prefiguraba los problemas de la pareja, que se divorciaría al año siguiente, en 1948. Everett Sloane hace un Bannister taimado, un tipo de muchos dobleces, un cínico redomado, un hombre que se siente disminuido por su discapacidad física y, consecuentemente, sexual, pero que pretende, con su extrema inteligencia, malicia exacerbada y gran fortuna, manipular y dominar a los demás.
(30-06-2018)
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