Richard Brooks no está considerado generalmente como uno de los grandes directores del Hollywood clásico, a pesar de lo cual tiene una filmografía en la que menudean los títulos de interés. Tras unos primeros films de tanteo a comienzos de los años cincuenta, con Semilla de maldad (1955) hace su primera gran película, y se perfila de esta forma en el género en el que mejor se desempeñará, el drama o el melodrama. A este vigoroso film de violencia juvenil y racial, que supuso el salto a la fama del actor Sidney Poitier, seguirían otros títulos de gran interés, como la adaptación al cine de la novela de Dostoievski, Los hermanos Karamazov (1958), o dos de las mejores versiones al cine de obras del dramaturgo Tennessee Williams, la mítica La gata sobre el tejado de zinc (1958) y Dulce pájaro de juventud (1962), sin olvidar la hermosamente melancólica Lord Jim (1965), la novela de Joseph Conrad sobre la cobardía, y la que seguramente es su obra maestra, A sangre fría (1967), sobre la novela de Truman Capote.
Precisamente poco antes de finalizar esa década de los sesenta, que se puede reputar sin temor al error como su mejor época, Richard Brooks y la actriz Jean Simmons, por aquel entonces marido y mujer en la vida real, decidieron de común acuerdo, con guion de él, plasmar en esta notable película, Con los ojos cerrados, una aproximación más o menos críptica a los avatares de su complicada relación conyugal, que atravesaba por una grave crisis. Por supuesto, aunque hay un trasfondo veladamente autobiográfico de la pareja, realmente se cuenta otra historia, aunque al final sea siempre la misma: el desamor que llega y lo arrastra todo.
Melodrama de considerable solvencia y gran intensidad, Con los ojos cerrados es una arriesgada introspección en los movedizos terrenos de las relaciones de la pareja humana: una mujer vacía tras dieciséis años de matrimonio escapa de su entorno familiar y conyugal en busca de una razón para seguir existiendo.
Jean Simmons hizo con este el mejor papel de su carrera, tan cercano a su propia experiencia como persona, tan influido por las propias vivencias personales. Al perfecto acabado formal y temático ayudan poderosamente elementos como la hermosa música del tres veces oscarizado Michel Legrand, de inolvidables partituras como Los paraguas de Cherburgo y Verano del 42, y una ajustada fotografía de Conrad L. Hall, el maestro de la luz de films como la mentada A sangre fría o American beauty, que haría ya hacia el final de su carrera, antes de morir.
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