CRITICALIA CLÁSICOS
Esta película está disponible en los catálogos de Movistar+ y FlixOlé.
La fascinación que a Carlos Saura le produjo la niña-actriz Ana Torrent en El espíritu de la colmena, de Víctor Erice, fue motivo suficiente para inspirarle un nuevo título: Cría cuervos... Al tiempo, la fascinación que al comentarista le produjo la película procedía de una lectura previa del guion y de su comparación con el film. Quedaban demostradas las capacidades expresivas del realizador con los recursos cinematográficos: lo “plano” del texto frente al “relieve” de la imagen. La atmósfera familiar, el juego de la temporalidad por medio del personaje de Ana, la comunicación con los objetos y la incomunicación con las personas, la simbología de situaciones y actitudes, la precisión del ritmo, son elementos que sólo están en el film; lo que “es”, lo es en la película.
Los dos grandes aciertos de Saura -sin excluir otros- son tanto la contribución a desmitificar el tema de la infancia a través de este medio expresivo como la perfecta integración en su personal cosmovisión. Acierto, porque son muchas las dificultades para reconstruir la interioridad del mundo infantil, tema que es preciso “ordenar como una meditación y tratarlo como una contemplación”. Saura se ha situado en la encrucijada, puesto que toda la película está dada a través de Ana, en que el niño está pasando del primer paraíso, con su mundo inventado y propio, al externo, representado por “el infierno” que, para él, somos los demás; se produce la colisión entre lo que imagina y lo que realmente ve, presenciando formas de comportamiento que resultan pervertidas; la impotencia de la infancia aflora cuando quiere reparar el desorden utilizando la muerte como salida; porque Ana, niña insomne, niña edípica, con su animadversión por el padre y la sublimación e idealización de la madre, está condenada a ser testigo de agonías y liviandades en su entorno familiar. Ana-mujer, en un futuro sobre presente, confiesa a los espectadores: “... recuerdo mi infancia como un largo período en donde el lento discurrir de las horas, el miedo a lo desconocido y el terror nocturno lo llenaban todo...”.
Y es que la permanencia del presente, el sentido de la duración toma forma concreta cuando la mirada crítica se fija sobre los seres degradados; la obsesión de la muerte, el fatalismo, comienza a imponerse cuando la presencia de la familia va sustituyendo progresivamente a la de los padres. Toda la seriedad que el niño pone en el juego queda “distanciada” en Ana -las hermanas actúan como meras comparsas- cuando en el mismo juego se incluye “el drama” doméstico y familiar: la extraordinaria escena del disfraz, con la que Saura pone a prueba las dotes caricaturescas del niño. Se podría hablar de un juego de los juegos de los que el autor se sirve para mostrar las relaciones entre ellas, con los demás, el valor que toman los objetos, las canciones, las fotografías, la sirvienta, la abuela, la tía, representando, cada una, estatus vivenciales de indudable repercusión sobre el presente y el futuro de las niñas, de Ana.
En una magistral secuencia, Ana deja su juego entre hermanas para atender puntualmente a su abuela. La anciana, en silla de ruedas, solicita, en silencio, ser trasladada de una zona del domicilio a otra: abandona las vistas del jardín para situarse en un dormitorio principal. Su atención se centra ahora en un panel de corcho sobre el que figuran fotografías y postales de otro tiempo, de su tiempo, con las que la longeva señora, impedida de movimiento y voz, se deleita una y otra vez, uno y otro día, en reiterada situación, haciéndole revivir aquella época en la que, acaso, cualquier tiempo pasado fue mejor.
Esta traslación de memoria y sentimientos al pretérito se exacerba con una canción, siempre la misma, “Ay, Mary Cruz, Mary Cruz”, interpretada por Imperio Argentina, que la niña coloca en un tocadiscos, a fin de que su abuela pueda iniciar su viaje personal con esta oportuna combinación audiovisual. Los distintos motivos de las fotografías, personas, solas o en grupo, paisajes con figuras, postales con iconos universales, etc., debidamente combinadas con las estrofas sonoras de la popular canción, “maravilla de mujer… del barrio de Santa Cruz…”, conforman un tiempo y un espacio personal revivido cada vez que la anciana necesita de esta particular medicina espiritual. La nieta, a su lado, ve las fotos, oye la canción, mira a la abuela, a la vez que intenta desentrañar los significados de aquella ceremonia; una cuestión inabordable que sólo llegará a entender de modo semejante cuando la experiencia de la vida la lleve a la plenitud de su ciclo vital.
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