Francisco Regueiro es uno de los cineastas malditos españoles, un director superdotado para el cine al que, sin embargo, diversas circunstancias (la censura religiosa durante la dictadura, la económica durante la democracia) impidieron una continuidad en su profesión y que pudiera desarrollar una filmografía en condiciones. Así, en los treinta y un años que duró su carrera (aunque afortunadamente vive cuando se escriben estas líneas, desde 1993 no ha vuelto a dirigir cine) rodó catorce títulos, incluyendo el cortometraje de graduación en la Escuela Oficial de Cine, Sor Angelina, virgen (1962), y algunos episodios de series televisivas, como Los pintores del Prado o Las pícaras. Magra cosecha, entonces, para un cineasta exquisito, extraordinariamente inteligente, pero al que su tendencia a un cine con frecuencia críptico le hizo chocar con, como queda dicho, las censuras moral y económica de las dos etapas políticas que le tocó vivir.
El buen amor fue su primer largometraje de ficción, tras el mentado corto de fin de carrera en la EOC. Una pareja de novios, en el Madrid de los primeros años sesenta, concibe hacer un viaje de ida y vuelta a Toledo, para salir de la rutina y poder estar solos durante unas horas. Ella ha tenido que mentir en su casa, inventando una excusa más o menos creíble; él, como vive en una pensión (y es hombre: el machismo imperante de la época…), no. Pero ellos, que se las prometían muy felices en este viaje casi de liberación, pronto encontrarán que la asfixia de Madrid no es solo de Madrid…
Regueiro planteó su filme como un paseo por la España del franquismo de los años sesenta. Aunque en algunas zonas, sobre todo las turísticas de la costa, el régimen intentaba sacudirse un poco la caspa, más que nada para que llegaran las divisas del extranjero a los incipientes negocios playeros, en el interior la represión, con frecuencia sorda (esas torvas miradas inquisidoras de las beatas de turno), seguía como solía; daba igual que fuera en Madrid que en Toledo, los novios no podrán tener un momento de intimidad más allá de lo que tenían en su ciudad. Pero no solo será por la mojigatería de los otros: la novia, con la represión propia de la época, tampoco pondrá mucho de su parte, y la fogosidad inmadura del chico no ayudará en lo que debería haber sido un viaje de placer (para los usos de la época: unos castos besos y poco más…) y que terminará como el rosario de la aurora.
Impecablemente filmada, con una radiografía inmisericorde de una España beatona y pazguata, con un retrato de un país todavía atrasado y sin visos de modernizarse, El buen amor queda como un amargo relato de una generación para la que los sueños de juventud se fueron por el desagüe por mor de un régimen que tenía interiorizada la represión: sexual, política, religiosa.
Todo el peso recae sobre la pareja protagonista, un Simón Andréu que ya entonces prometía como firme valor de la interpretación, y al que el tiempo ha situado como uno de nuestros actores de reparto más firmes y seguros, y cuyo dominio del inglés le permite intervenir con soltura en coproducciones con otros países rodadas en ese idioma. Marta del Val, la coprotagonista, quizá el descubrimiento del film, era en realidad una actriz francesa a la que hubo que rebautizar con un nombre español para poder intervenir en la película: las cosas absurdas del entonces sindicato vertical… Entre los técnicos, algunos de los más granados de la época: la espléndida fotografía en blanco y negro fue de Juan Julio Baena, el montaje de Pablo G. del Amo (quien sería el montador de referencia de la primera etapa de Carlos Saura y fue galardonado en 1983 con el Premio Nacional de Cinematografía) y la música del maestro Miguel Asins Arbó.
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