Pelicula:

La figura de Bobby Fischer resulta ciertamente fascinante: de niño no precisamente dotado para el ajedrez a adolescente prodigio en esa disciplina, para llegar muy pronto a conquistar el campeonato del mundo del deporte de los sesenta y cuatro escaques, para después no volver a competir nunca de forma oficial y convertirse en un martillo de herejes (merced al tornillo flojo que, evidentemente tenía) para su país y para el universo mundo.


El caso Fischer (me gusta mucho más el título original, que se podría traducir como Gambito de peón) nos cuenta la vida y milagros de este hombre irascible, ególatra, caprichoso, inestable... una persona realmente horrible, pero que parecía tocado por los dioses cuando se sentaba ante un tablero de ajedrez y empezaba a mover sus piezas.


El filme es también (y casi principalmente) la historia de cómo Estados Unidos y la entonces URSS se enfrentaron, también, en ajedrez, en la época en la que ya lo hacían en el contexto de la Guerra Fría, y cómo la victoria del insoportable ser humano que era Fischer galvanizó a la sociedad USA y sirvió a los intereses de la élite política de la época (Nixon, Kissinger...). En ese sentido, la película juega sus cartas sobre las controversias a las que el veleta jugador se enfrentó y las concesiones que el Poder tuvo que hacer para que aquel tipo airado e insufrible le consiguiera una de las más importantes victorias diplomáticas de los años setenta, en un tiempo especialmente convulso para la Administración USA (derrota en Vietnam, Watergate, primera dimisión de un presidente).


Edward Zwick, todo un veterano como director y guionista, del que recordamos con cierta benevolencia Tiempos de gloria (1989) y El último samurái (2003) , dirige con su buen oficio este filme de corte histórico al que, como parece evidente, se le ha aliñado con las interioridades del jugador, tanto familiares como profesionales, con el pequeño equipo de asesor y mánager que le cuidó (y lo padeció) durante aquellos años de luces y sombras que le llevó a la cima del mundo del ajedrez, para después despeñarse por los abismos de su insania.


El guión es de Steven Knight, que tiene entre sus créditos el texto de Promesas del Este, y que aquí combina adecuadamente el perfil personal del excéntrico divo y los enfrentamientos diplomáticos de guante blanco en el contexto de la Guerra Fría. La música del siempre entonado James Newton Howard se ajusta adecuadamente al interesante, con frecuencia tenso relato.


Tobey Maguire se ha implicado personalmente en el filme, hasta el punto de coproducirlo. Sin embargo, consideramos que su elección para el personaje protagonista es un error: Maguire es un actor con limitaciones evidentes: carece de lado oscuro, de trastienda; en ningún momento vemos (aunque intenta darla denodadamente) la mirada extraviada del chalado que, finalmente, era Fischer, además de un genio. Sus invectivas contra los que intentaban ayudarle en su equipo, o contra la prensa, o contra el universo mundo, carecen de credibilidad, ves a Maguire recitando con mucho empeño unos diálogos que gestualmente no se corresponden con la supuesta intensidad de los textos. A veces ser amo del cotarro no es la mejor opción. Maguire funciona bien en personajes tranquilos (Las normas de la casa de la sidra, La tormenta de hielo) o apocados, aunque cuando se ponen una máscara echen prácticamente a volar (su trilogía de Spider-Man). Pero para representar al talentoso loco que derrotó, con la sola fuerza de su cabeza como una centrifugadora, al potente equipo soviético de ajedrez, me temo que no está dotado.


En un momento determinado, el personaje de Peter Sarsgaard, el padre Lombardi, le dice a su cuitado compañero de equipo que el ajedrez es el agujero del conejo: tras cuatro movimientos hay 300 millones de opciones. Para alguien que tenía la capacidad de tener en su cabeza una tan casi infinita cifra de posibilidades, que perdiera la chaveta era lo menos que podía pasarle.


Entre los secundarios hay que destacar la seguridad habitual de un Liev Schreiber, cuyos ancestros rusos han debido ayudarle a interpretar al gran maestro Boris Spassky. Eso sí, un cero patatero para el departamento de peluquería y el horrible postizo que le han endosado al bueno de Liev para que se parezca al jugador soviético. Me quedo, de todas formas, con Michael Stuhlbarg, que se está convirtiendo, a la chita callando, en un sensacional actor de reparto que lo hace todo bien, en la senda de un Paul Giamatti o un Chris Cooper.



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115'

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El caso Fischer - by , Aug 30, 2016
3 / 5 stars
El agujero del conejo