Edward Zwick es un director que, aunque fogueado en televisión en series como Treinta y tantos, en cine suele hacer productos de otro tenor, casi siempre relacionados con el honor, el ejército o las grandes pasiones, o todo ello junto: así tenemos títulos como Tiempos de gloria (ambientado en la Guerra de Secesión americana, justo el tiempo histórico anterior al que se desarrolla esta El último samurái), Leyendas de pasión (celebrado melodrama romántico) o Estado de sitio (en el que planteaba, por cierto, un tema que después se ha visto inquietantemente hecho realidad, al menos en una aproximación: un grupo terrorista en Nueva York con un gravísimo atentado en preparación, los musulmanes que se convierten en el enemigo a batir...).
Su nueva película supera claramente el tono y las virtudes de las anteriores, para convertirse, curiosamente, en un melancólico canto al viejo combatiente arrumbado por la Historia, un capitán alcohólico por mor de una atroz matanza en la que intervino, y cómo éste, contra toda esperanza, recuperará algo por lo que vivir en un país tan lejano, no sólo física, sino espiritualmente, como Japón, y precisamente entre los enemigos a los que había ido a combatir, un ejército de samuráis que se opone a que su nación olvide de dónde viene y qué es, como tan lúcidamente (y, ¡ay!, tan tarde...) acierta a decir el Emperador.
Con unas escenas bélicas llevadas con notable pulso, en las que Zwick no puede ocultar que ha bebido en veneros tan fecundos como las grandes películas de samuráis de Kurosawa (sobre todo las de su última etapa, Kagemusha y Ran), lo mejor, sin embargo, está en la evolución, en el viaje interior de este hombre, este capitán extenuado de sí mismo y de su horrible culpa, que transita calladamente, por el ejemplo de un pueblo y de unos personajes excepcionales (el jefe samurái, tan bravo guerrero como sutilísimo poeta; la viuda del lugarteniente al que el propio capitán había matado, en defensa propia), desde la miseria de la condición humana reducida a su mínima expresión a un hombre distinto, empeñado en reverdecer, desde una nueva perspectiva, conceptos tales como honor, valor, lealtad, amor...
No estamos, entonces, ante el típico producto de plástico, tan habitual lamentablemente en el cine comercial americano, y el hecho de que no haya ido demasiado bien en la taquilla USA ya es un síntoma incluso positivo. Es una obra nostálgica, llena de detalles de buen cine, que, por supuesto, no renuncia a ser el gran espectáculo que también es.
(13-01-2004)
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