Pablo Larraín es un cineasta chileno nacido en una familia afecta al régimen del general Pinochet, a pesar de lo cual, y como suele suceder con cierta frecuencia, su visión política abomina de la execrable dictadura y su cine también participa generalmente de esa desafección. Entre sus títulos más interesantes y llamativos están Tony Manero (2008), sobre la alienación escapista en la etapa más dura del pinochetismo, y No (2012), sobre la arriesgada jugada que consiguió, en el plebiscito de 1988, poner las bases para derribar el régimen del abyecto general.
Con El club Larraín cambia totalmente de registro. Es cierto que habla de la Iglesia católica chilena, que durante la dictadura, en general, tomó partido por los perseguidos antes que por los perseguidores, pero en realidad aquí Larraín deja de lado esa realidad histórica para centrarse, en nuestros días, en una casa de expiación en la que las autoridades eclesiales del país confinan a algunos de los curas “descarriados” de su jurisdicción. Aunque los pecados de los allí recluidos sean variados (trata de bebés y pederastia, entre otros), serán los de corte sexual los que monopolizarán la trama, cuando un hombre de mediana edad irrumpe en los alrededores y, entre múltiples incoherencias como de borracho o drogado, invoca un tormentoso pasado de niño violado por uno de los sacerdotes de la casa. A partir de ahí, se desencadenan los acontecimientos…
El club resulta ser una de las películas más insoportablemente duras que hemos visto en mucho tiempo. Y lo curioso es que su crudeza viene dada por los diálogos, en especial los que los distintos curas reclusos y su inquisidor mantienen con el hombre en su niñez vejado; el desvarío de su cabeza enferma, ahíta de recuerdos horrendos y de todo tipo de adicciones farmacológicas y alcohólicas, le permitirá una franqueza absolutamente inusual ante sus estupefactos interlocutores.
Habla la película de Larraín de esa Iglesia que oculta sus vergüenzas, aquí en esta suerte de nueva casa desolada (aunque temáticamente no tenga nada que ver con la novela de Dickens), en ese espacio físico que, sin rejas, no deja de ser una cárcel, física, pero también espiritual, de quienes se saben proscritos entre sus hermanos, pero también para el mundo.
Una parte final en la que la catarsis y el cierre del círculo dejará todo (casi) como estaba, a la lampedusiana manera, remata un film estremecedor, de difícil olvido. Larraín confirma su trazo vigoroso, su buen pulso como realizador, ayudado por una interpretación extraordinaria de los actores, en especial un Roberto Farías que resulta demoledor en su papel de ángel caído que revela, con su deslenguada locuacidad de borracho, la podre de los habitantes de la casa. También están fantásticos Alfredo Castro, uno de los grandes de la actuación en Chile, y Antonia Zegers (por cierto, ex del director), una sonrisa permanente en un rostro hierático, el rostro amable, finalmente también abominable, de tan sórdidos cenagales.
Mención especial para la música de Carlos Cabezas, preñada de ominosas notas, de campanadas que doblan a muerte, subrayando desde la sutileza la tragedia interior de los atribulados protagonistas de esta película sobrecogedora.
(18-10-2015)
98'