Los “anticahieristas” lo tienen fácil con Larry Charles, el director de los largometrajes de Sacha Baron Cohen: es el “anti-autor” por excelencia, y si Cahiers du Cinéma (la revista original, se entiende, la que en los años cincuenta y sesenta revolucionó el cine de la mano de André Bazin, Jacques Doniol-Valcroze y François Truffaut, entre otros) desarrolló la teoría del director como autor absoluto de un filme, el bueno de Charles, al menos en sus películas con Baron Cohen, es lo más parecido a otro técnico más del rodaje, como el operador de cámara, el diseñador de vestuario o el sonidista (me encanta esta expresión hispanoamericana, inhabitual en España, pero tan clara y sonora).
Porque en las películas de Baron Cohen el autor es él, aunque no las dirija. Eso sí, las escribe, produce e interpreta. Larry Charles, el director, es entonces un asalariado a su servicio, y es obvio que se limita a poner su oficio como profesional o poco más: lo dicho, un anticahierista que no sabe que lo es…
Pasando ya a esta El dictador, habrá que decir pronto que tampoco esta vez Baron Cohen ha estado fino; bueno, fino no ha estado en su vida, como parece obvio ante su cine, un compendio de chocarrería y cutrerío. El cómico judío nacido en el Reino Unido se ha especializado, en su todavía relativamente corta carrera como protagonista de comedias cinematográficas, en crear, o mejor recrear arquetipos, aunque bien podrían calificarse también como fantoches. En Borat el arquetipo era un archipaleto, un periodista kazajo llegado a Nueva York para enfrentar su catetería del Pleistoceno con la modernidad cool de la ciudad que es el centro del mundo. En Brüno el arquetipo era una megahiperlocaza, el no va más de la pluma al viento, puesto en contraposición con los sectores más conservadores yanquis, desde el mismísimo Ejército USA al congresista Ron Paul, pasando por una horda de manifestantes homófobos. Ahora, en El dictador, opta por otro modelo arquetípico, el de un jefe de Estado africano (aunque podría ser de cualquier otro continente: en todos lados cuecen habas), dueño y señor de su país, que en un viaje oficial a Estados Unidos resulta ser suplantado por un doble para facilitar la explotación de sus inmensos recursos naturales, para enriquecimiento de las multinacionales de rigor y (obviously) del pariente aún más felón que urde la impostura.
Claro que el problema de este filme es que, por muchas excentricidades que se les hayan ocurrido a Baron Cohen y a sus coguionistas, lo cierto es que casi todo lo que ponen en imágenes ya está hecho por dictadores auténticos, sean de antaño o de hogaño. Desde el payaso Gadafi al carajote de Kim Jong Il, pasando por el matarife Sadam Hussein o el descerebrado Ceaucescu, tenemos un amplísimo muestrario de dictadores vesánicos dispuestos a sojuzgar, aterrorizar, amedrentar y saquear, todo al mismo tiempo, a sus infelices conciudadanos, para ellos súbditos cuando no esclavos. Así que el bueno de Sacha no tenía mucho margen de maniobra, porque aquí el arte imita a la vida. Claro que algunos detalles parecen hacer ver que tampoco a Baron Cohen le parecen demasiado mal esos regímenes políticos, por escenas como la del dictador en su fase de vendedor de tienda ecológica, cuyos métodos fascistoides ponen orden en el caos en el que se desarrolla el establecimiento.
Pero aparte de esos devaneos con al autoritarismo, que queremos creer entran dentro de la propia dinámica del humor, lo cierto es que El dictador carece de auténtica capacidad cómica, una vez que aquí se ha perdido ya el tono provocativo con respecto a otros personajes, como en sus filmes anteriores, y en todo caso queda sólo el regusto por escandalizar al espectador, que, me temo, viene ya de vuelta de este humor pedestre. La decreciente recaudación de sus tres largometrajes, desde la inicial Borat a ésta, parece confirmar que el humor de su autor languidece, una vez (sobre)explotados los veneros de la provocación y la (re)creación de arquetipos que colindan con el mamarracho.
Por cierto, da grima ver a sir Ben Kingsley en esta patochada. Claro que el célebre protagonista de Gandhi tendrá la mala costumbre de comer (y muy bien, además…) todos los días. ¡Ay, Adán, no sabes qué daño hiciste a la raza humana cuando te dijeron aquello de “Ganarás el pan (o el caviar) con el sudor de tu frente…”!
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