La familia Kennedy, es ya un lugar común, es lo más parecido a la aristocracia que tienen en Estados Unidos. De origen irlandés, el patriarca Joseph Kennedy, prominente empresario de Massachusetts de gran ambición política, impulsó las carreras de sus hijos hacia la presidencia de los Estados Unidos. El mayor, en el que tenía depositadas todas sus esperanzas, Joseph, conocido como Joe, murió sin haber llegado a los 30 años en un enfrentamiento bélico durante la Segunda Guerra Mundial. El segundo, John, Jack para sus amigos, llegó a la más alta magistratura de la nación en 1960, convirtiéndose en un mito, un símbolo de los nuevos tiempos en Norteamérica, aunque fue asesinado en 1963, lo que contribuyó aún más a su leyenda. El tercero, Robert, conocido como Bobby, moriría en atentado en 1967, cuando se perfilaba como el nuevo presidente. Entonces sobre el cuarto y último hijo varón (en aquella época las mujeres, en política, y menos en la política yanqui, no contaban para nada...), Edward, más conocido como Ted, se enfocaron todas las miradas. Sin embargo, un suceso ocurrido en 1969 daría al traste con sus aspiraciones a residir en la Casa Blanca...
Ese suceso, que la Historia conoce como el Incidente de Chappaquiddick (por la pequeña localidad insular donde ocurrió, en el estado de Massachusetts), acaeció cuando Ted Kennedy y un grupo de colaboradores dieron una pequeña fiesta a varias mujeres que habían estado colaborando en la campaña presidencial de su hermano Bobby. Cuando Ted llevaba a una de esas chicas, Mary Jo Kopechne, hasta el ferry para volver al continente, se equivocó de camino, probablemente por llevar unas copas de más, y el coche cayó al agua, de donde el entonces senador pudo escapar, pero no así Mary Jo, que moriría ahogada. La demora en comunicar el hecho por parte de Ted Kennedy, en contra de lo que le había sido instruido por sus colaboradores, supuso el comienzo de una serie de disparates que haría que, en un momento dado, el ex secretario de Defensa Robert McNamara, dijera “lo de Bahía Cochinos (desastrosa invasión yanqui de Cuba en tiempos de John Kennedy) se dirigió mejor”, sarcasmo que venía a poner de manifiesto la horrible gestión que del asunto Chappaquiddick se hizo por parte del entorno del senador Ted Kennedy.
La acción transcurre en los mismos días en los que se lanzó el Apolo XI, misión de la NASA en la que, por primera vez, dos hombres, Armstrong y Aldrin, pondrían el pie en la Luna; así, aquel acontecimiento fundamental en la Historia de la Humanidad opacaría el escándalo de Ted en Chappaquiddick; las dos historias se van contando de forma paralela, la de la Luna a través de la televisión que ven los protagonistas, la del accidente en el que murió Mary Jo mediante la minuciosa descripción de lo que pasó, o de lo que se cree que pasó, puesto que hay lagunas que no se llegaron a llenar nunca.
¿Por qué el senador abandonó el lugar de los hechos sabiendo que la mujer seguía dentro del coche? ¿Por qué no lo comunicó inmediatamente a las autoridades, lo que quizá podría haber salvado la vida de Kopechne? Esas y otras preguntas se las llevó a la tumba Ted Kennedy; la película esboza lo que, probablemente, fue la causa de todo ello: inicialmente un ataque de pánico ante la magnitud de lo sucedido, e inmediatamente, la consciencia de que aquel hecho truncaba, para siempre, las aspiraciones presidenciales del senador.
Y lo curioso es que, según insinúa bastante claramente la película, Ted Kennedy era un hombre acomplejado por la inusitada brillantez de sus hermanos, sobre todo de John y Robert, sintiendo sobre sus hombros la pesada carga, a la que quizá fuera renuente, de tomar el testigo de tanto carisma, del que se sentía huérfano. Quizá por una carambola del destino, aquel incidente le segó el camino hacia la Casa Blanca que, en el fondo, él no deseaba. De esta forma, el film nos presenta un retrato no complaciente, aunque tampoco acre, del senador abrumado por el peso que la Historia pretendía depositar sobre sus hombros.
Elegantemente filmada, ecuánime en su retrato del senador, al que vemos con un punto arrogante, sabedor de quién es y, sobre todo, de la familia a la que pertenece, pero también, en el fondo, tan humano como cualquiera de nosotros, El escándalo Ted Kennedy pone en imágenes un oscuro asunto que pudo cambiar la Historia de Estados Unidos.
Honesta, sobria en su puesta en escena, sin guiños ni concesiones a la galería, El escándalo Ted Kennedy refleja, entendemos que con razonable objetividad, los hechos que sucedieron aquel fatídico día de Julio de 1969, cuando el país asistía atónito, extasiado, a los primeros pasos del hombre en la Luna. Porque, y eso lo utiliza muy bien el film, la misión del Apolo XI que llevó a Neil Armstrong y Edwin Aldrin a nuestro único satélite, sirvió para dejar en segundo plano el oscuro asunto de Chappaquiddick, actuando como (involuntaria) cortina de humo que hizo que el pueblo llano mirara hacia aquel hecho histórico y no hacia este otro asunto mucho más sórdido.
Es alentador también cómo se denuncia sin ambages el trato escandalosamente preferente que las autoridades (incluida Policía y Justicia) dieron a Ted en este incidente, incluso con tejemanejes e ilegalidades manifiestas, actuando siempre al dictado del círculo de influyentes asesores de la familia Kennedy, con el poderoso Robert McNamara (en aquel entonces presidente del Banco Mundial) a la cabeza. Así, la maquinaria política y jurídica se puso en marcha a todo trapo para salvar a un Kennedy, a un posible futuro presidente. Pocos, muy pocos, como su primo Joe Gargan, fueron capaces de pedir a Ted Kennedy que hiciera lo correcto, que diera la cara y asumiera la responsabilidad de lo ocurrido con todas sus consecuencias.
John Curran, el director, es un neoyorquino que sin embargo se inició en el cine en Australia, a donde emigró de joven; ya de vuelta a Estados Unidos, llamó la atención con su interesante adaptación del clásico de Somerset Maugham El velo pintado (2006), para después hacer Stone (2010) y El viaje de tu vida (2013). Es un cineasta con buen pulso narrativo, con interesantes ideas en la puesta en escena y con capacidad para extraer de sus intérpretes lo mejor de sí mismos; aquí Jason Clarke, un actor australiano que va subiendo enteros en los últimos años (ha estado, entre otros, en La noche más oscura, El gran Gatsby, El amanecer del planeta de los simios, Terminator: Génesis y Everest), consigue una más que creíble composición del senador, apoyándose en gestos, expresiones e incluso peculiaridades físicas (esos dientes que siempre se veían en su boca, aunque no sonriera) de Ted Kennedy. De los demás nos quedamos con la breve pero intensísima aparición de un Bruce Dern impresionante como el viejo Joseph Kennedy, impedido en una silla de ruedas tras el ictus que sufrió años atrás, pero aún con una apabullante capacidad para mandar en la familia, para influir en la vida política de su país.
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