No deja de ser curioso de qué forma el cine actual, tan faltito de nuevas historias, busca y rebusca entre temas antiguos para remozarlos y seguir produciendo películas. De aquel viejo El planeta de los simios que Franklin J. Schaffner rodara en 1968, convertido en un clásico de la ciencia ficción de aliento humanista, hemos pasado, tras secuelas varias, a la nueva tanda de historias con el mismo tema que se está haciendo ya en este siglo XXI, en las que los medios son muy superiores y, afortunadamente, los resultados también están siendo buenos.
El primero de esta nueva serie de filmes sobre el mundo (no tan) imaginario concebido por Pierre Boulle en su novela homónima fue El origen del planeta de los simios, puesta en escena con evidente interés por Rupert Wyatt en 2011, y esta secuela, que continúa su misma estela, situándose cronológicamente más de una década después, nos presenta un mundo apocalípticamente devastado por una gripe simiesca (trasunto, quizá, de la gripe aviar que parecía iba a asolar la Humanidad hace unos años, afortunadamente sin mayores consecuencias), situación dantesca en la que los simios han evolucionado hasta conformar una civilización a su manera; nada de casas stricto sensu: chozas en los árboles, que para eso aún están recién bajados de ellos; lenguaje de signos, y sólo excepcionalmente oral; utilización de armas y herramientas rudimentarias.
Los humanos, por su parte, hundidos en una nueva Edad Media pero aún con un poderoso arsenal de la época en la que se creyeron los reyes del Universo, intentan rescatar la producción de energía eléctrica, poniendo en funcionamiento una presa que, vaya por Dios, se encuentra justamente en terreno ocupado por los monos pensantes. Ahí ya tenemos una curiosa alusión a uno de los temas recurrentes del western, con los blancos que buscan las riquezas (materiales, siempre materiales) que se esconden en las tierras habitadas por los indios.
Y es que, como todo filme hodierno, El amanecer del planeta de los simios está plagado de referencias; otra cosa sería imposible tras casi ciento veinte años de cine y varios milenios de literatura (oral o escrita). Aquí la más llamativa es la libérrima referencia que se hace al asesinato de Julio César, unos idus de marzo simiescos con su correspondiente príncipe, curiosamente también llamado César, por si había dudas, y sus seres más queridos, aquel al que él considera como un hijo y el que lo es propiamente, conspirando para pasaportarlo al otro mundo y hacerse con el poder. O sea, “tú también, Brutus, hijo mío”, en clave chimpancé, o gorilesca, calificativo que cuadra más al tema. Es cierto que hay diferencias, pero se puede considerar una versión muy libre del histórico hecho.
La primera parte, con la exposición de la civilización mona y el encuentro con los humanos, resulta algo premiosa, es cierto; pero en cuanto se traspasa el ecuador del metraje, parece como si la película cogiera velocidad y entonces la acción interna y externa fluye con facilidad, llevándonos a este enfrentamiento que no es sino, de nuevo, la lucha de las inteligencias sobre la Tierra por la supremacía de la estirpe, de la raza, quizá del reyezuelo de turno.
Interesante la lectura que hace el director Matt Reeves y sus guionistas sobre la naturaleza de la belicosidad en el nacimiento de la inteligencia: incluso en esta civilización de nuevo cuño que intenta ahormar pacíficamente el líder simio, pronto surgirá la pulsión violenta, la voluntad aniquiladora del otro, del diferente, como si los agravios fueran la fuente primigenia, casi única, de la naturaleza intelectiva; desoladora conclusión, a la que el director y sus guionistas intentan poner coto con un final clásicamente feliz, aunque seguramente en un blockbuster muchimillonario no se puedan permitir excursos que se salgan del discurso oficial.
Pero no quiere ello decir que esta nueva aportación al ya caudaloso venero del planeta de los simios sea endeble, ni mucho menos. Se trata de un vistoso filme de ciencia ficción y acción que, en contra de lo que tan frecuente es hoy día, usa esos géneros como un preciosista ropaje para la exposición de sus graves temas, un conflicto interracial, una serie de dilemas a los que habrán de enfrentarse los protagonistas: vivir, convivir, o enfrentarse, luchar hasta morir; coexistir, comprendiendo al otro, o negarle la posibilidad de la mera existencia.
Como se ve, nada nuevo bajo el sol: basta mirar hacia Israel, hacia Palestina, en estos aciagos días de horror, para ver hasta qué punto la temática del filme es actual, a fuer de clásica: y es que la Historia del Hombre, en tanto que único (que sepamos) ser inteligente, al menos sobre la Tierra, es la Historia de la Guerra, mal que nos pese. “Allá muevan feroz guerra/ ciegos reyes/ por un palmo más de tierra”, cantaba Espronceda, y está claro que así fue, es y será. Y lo peor es la conclusión a la que, apenas maquillada por el “happy end”, llega El amanecer del planeta de los simios: el nacimiento de la inteligencia conlleva la pérdida de la inocencia natural, del depredador que caza para comer, para transformar al nuevo ser inteligente en una máquina de matar, en un ser en el que el odio, el ansia de poder, el placer de aniquilar al adversario, son sus nuevas y tan miserables metas. Triste moraleja, sin duda.
Matt Reeves ya nos interesó con sus anteriores Monstruoso y Déjame entrar (versión americana: la original escandinava era muy superior, como saben); ahora confirma su capacidad narrativa y sus facultades para crear atmósferas, su instinto acaso natural para combinar historias que seduzcan igualmente a aficionados al cine de acción y a gente más madura que busque lecturas no necesariamente superficiales en blockbusters como éste: es el mismo método utilizado en películas como El caballero oscuro o Watchmen, cine popular pero a la vez cultista, una mixtura que, quién lo iba a decir, está haciendo fortuna en estas primeras décadas del siglo XXI.
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