Al final ha resultado que la apuesta por llevar a la pantalla El hobbit, el seminal libro de J.R.R. Tolkien que fue el germen de la posterior, y tan celebrada, trilogía literaria de El Señor de los Anillos (en lo sucesivo ESDLA, para abreviar) y su posterior y no menos admirada trilogía cinematográfica del mismo nombre, ha sido un acierto. Tras un primer episodio, El hobbit: Un viaje inesperado, que no me pareció precisamente brillante, sino más bien una calculada jugada para seguir rentabilizando el filón cinematográfico también puesto en imágenes por Peter Jackson (y un numeroso ejército de técnicos e intérpretes…), la segunda entrega de esta nueva trilogía, El hobbit: La desolación de Smaug, supuso en su momento una grata sorpresa, al recuperar el aliente épico, incluso lírico, de la saga de ESDLA.
Esperábamos entonces con interés este tercer, y definitivo, capítulo, de una serie cinematográfica que, si bien es cierto que no ha alcanzado el altísimo nivel de la anterior, es verdad que, en general, tiene un empaque y una entidad que recuerda poderosamente los aciertos de la iniciática trilogía ESDLA.
El hobbit: La batalla de los Cinco Ejércitos resulta ser, entonces, un digno colofón de esta nueva recreación del universo tolkieniano, con sus temas recurrentes habituales en el escritor surafricano, que el cineasta neozelandés ha sabido plasmar en una pantalla con propiedad, con su propia personalidad pero sin perder el aliento del original literario. Sí es verdad que, en línea con lo que el propio Tolkien dijo en vida, cuando deploró el tono infantil de su libro El hobbit, que trascendió en el mucho más adulto de ESDLA, Jackson opta por conferir a su trilogía cinematográfica un tono mucho más oscuro que el que tenía el texto literario, lo que debe considerarse un acierto antes que una traición (de todas formas, ya se sabe: traduttore, traditore…).
El filme empieza fortísimo, con el ataque del dragón Smaug al poblado de Bardo, el descendiente del líder que no pudo derrotarlo tiempo atrás. Está rodada con la impresionante capacidad del cine moderno para destruir, casi coventrizar, lo que se quiera, y la imagen del dragón surcando los cielos sobre el poblado y sembrando la destrucción y la muerte es sobrecogedora. Después el tema será de qué forma anida la codicia absoluta en el corazón del hasta entonces honesto, decente a carta cabal, Thorin Escudo de Roble, el dinástico heredero de la corona de los Enanos, cuando toma posesión del castillo de Erebor y de sus fantásticas riquezas. A partir de entonces llegarán varios ejércitos (cinco, como anuncia el propio título), deseosos de hacerse con los tesoros de la fortaleza o de cobrarse lo suyo, según proceda.
Este tercer capítulo, entonces, además de la extraordinaria y afortunadamente larguísima secuencia de la batalla a cinco manos (por decirlo con un símil pianístico), rodada con la solvencia que Jackson tiene ya más que acreditada, aporta interesantes reflexiones sobre la codicia, pero también sobre la necesidad de cumplir la palabra dada, como única forma de que los seres humanos seamos realmente respetables, por encima del poderío económico o militar. Si no se cumple lo que se promete, viene a decir Jackson (y con él, originalmente, Tolkien), dejamos de ser dignos de nuestra condición humana para convertirnos en seres fácilmente zarandeables bajo los vientos de los cantos de sirena de nuestros instintos más primarios.
Es verdad que de vez en cuando, en las escenas de acción, que tanto abundan, y con razón, en este último segmento de la Trilogía, aparece ese nefasto “efecto Séptimo de Caballería”, o lo que es lo mismo, la llegada de una fuerza benéfica en el último momento, cuando todo está perdido, para salvar a los protagonistas de una muerte segura, pero también que no se abusa de ese recurso, como sí ocurría en el primer capítulo de la saga. También es cierto que Jackson, de nuevo, juega con la inverosimilitud (en constante pugna con Newton y su Ley de la Gravedad, como si en el universo imaginado por Tolkien tal cosa fuera negociable), y hace que algunas de las escenas rocen la incredibilidad por mor de piruetas imposibles y por una improbable capacidad de algunos de los contendientes para mantenerse enhiestos casi en el puro aire.
Pero, con todo, me quedo con la sensación deliciosamente confortable del reencuentro con el imaginario universo creado a partir del humus literario por Tolkien, y llevado a la pantalla con extraordinario acierto por Jackson, y con los héroes que hace ya más de un decenio se hicieron familiares en nuestras vidas: Gandalf el Gris (estupendo Ian McKellen, como siempre), que después sería el Blanco, el legendario mago Mithrandir de los Elfos; la reina Galadriel (Cate Blanchett), la soberana elfa, que aquí protagoniza un feroz duelo de oscuros perfiles con el Mal; Legolas (Orlando Bloom), el arquero elfo de prodigiosa puntería, al que el carcaj le falla en el momento más inoportuno; Saruman (Christopher Lee, impresionante a sus 92 años), el poderoso mago que finalmente será atraído por el Mal en ESDLA.
(25-12-2014)
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