El cine norteamericano hoza (sí, soy consciente del sentido generalmente porcino y despectivo del término…) y osa reincidir perennemente, a la manera de Tántalo o Sísifo, en los mismos temas; en el mismo pase en el que vi este filme se pudo ver el trailer del nuevo Robin Hood, otra vez a vueltas con el dichoso arquero de Sherwood, ahora con el careto gordezuelo y envejecido de Russell Crowe, al que me parece que se le pasó el arroz para encarnar al héroe, al que el imaginario popular quiere con cuerpo de atleta y cara juvenil, no con michelines y patas de gallo.
Viene todo esto a cuento por la resurrección del mito del licántropo que ahora, de nuevo, perpetra el cine yanqui, con el auxilio para la ocasión del británico, versionando el clásico de 1941 de George Waggner, El hombre lobo, en el que Lon Chaney Jr. establecía los parámetros de la caracterización del lobo humano que ha perdurado, con variantes, hasta nuestros días.
Pero aquí todo se queda en la cáscara, como era de prever, y esta nueva versión es, realmente, mucho más vieja que la de Waggner, que era un clásico, mientras que esta es sencillamente añeja, anticuada, y, sobre todo, desconsiderada con el público, al que trata como a una panda de lelos, buscando constantemente sorprenderlo con una inacabable sucesión de sustos, de forma desvergonzadamente tópica, sin articular una atmósfera medianamente creíble (ese bosque de pacotilla, esa niebla de bote, esos higadillos de los despanzurrados que “cantan” cantidad…), sin que la historia tenga entidad en sí misma, en la que personajes como el del padre del protagonista tiene que relatarnos verbalmente su maldición, sin acudir a los genuinos recursos cinematográficos sino enfangándose en una infantil narración como de siniestro cuento (malo) de hadas.
Un pequeño desastre, apenas paliado por la sabiduría de Anthony Hopkins, aunque su papel se le queda inevitablemente corto: pero su mera mirada ya le infunde carne a lo que no es sino un esqueleto de plexiglás… Entre los demás, Benicio del Toro pasa por allí con el piloto automático, sin creerse en ningún momento su personaje, y Hugo Weaving (el inolvidable secundario de Las aventuras de Priscilla, reina del desierto y tenaz antagonista de Keanu Reeves en la saga de Matrix) resulta uno de los pocos verosímiles en esta costeada producción (ochenta y cinco millones de dólares, nada menos), que hoza (ahora ya tiene sentido, ¿no?) en un clásico en el que lo mejor que se podía hacer con él era dejarlo como estaba, y en todo caso verlo una y otra vez para aprender cine, aunque fuera de un humilde artesano como fue George Waggner.
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