La Universal hizo durante los años treinta, pero también en la primera mitad de los cuarenta, un cine de terror que ha quedado como una de las más interesantes muestras del género a lo largo de la Historia del Cine, hasta el punto de haberse acuñado la expresión “un terror de la Universal” para hablar de las películas de este tipo y de esa etapa. De ese tiempo son clásicos imperecederos como El doctor Frankenstein (1931), de James Whale, Drácula (1931), de Tod Browning, La momia (1932), de Karl Freund, y El hombre invisible (1933), de nuevo de Whale. Dentro del “monstruario” de la Universal no podía faltar, lógicamente, el licántropo, el hombre lobo. De hecho, Universal ya había rodado durante los años treinta una primera aproximación al tema, El lobo humano (1935), de Stuart Walker, pero se puede reputar que la mejor de las miradas hacia el mito del licántropo, en la productora que tiene como logo el planeta Tierra, fue esta El hombre lobo.
La acción se desarrolla en Gales. Larry Talbot regresa desde Estados Unidos, donde ha vivido casi dos décadas, a las tierras de su padre, sir John Talbot, rico hacendado. Allí se interesa por una chica, Gwenn, aunque esta se encuentra prometida con otro hombre. Junto con Gwenn y otra chica, Jenny, acuden a un circo establecido en las proximidades, donde la segunda muchacha es atacada y muerta por un lobo. Larry lucha con la bestia y consigue matarla, pero ha sido mordido por el animal. Una vieja gitana le augura que se convertirá en hombre lobo y que a partir de ese momento, cada vez que haya luna llena, se transformará y buscará saciar su hambre...
Este El hombre lobo, por supuesto, tiene las limitaciones propias de la época en la que se filmó en cuanto a efectos especiales y maquillaje; así, la transformación del protagonista en licántropo resulta a todas luces irrisoria casi ochenta años después, cuando se escriben estas líneas, pero es evidente que no juega en esa liga, sino en la de producir desasosiego, inquietud, con los mínimos elementos que permitían los avances y los recursos cinematográficos de aquellos años. De esta forma, el film se beneficia de su inequívoco y absolutamente prístino tono “vintage”, con una atmósfera evocadora, preñada de misterio, en la que la sensación de predestinación, de fatalismo, planea por toda la cinta, con unos exteriores deliciosamente recreados en estudios.
George Waggner (cuyo apellido real, Waggoner, modificó en su nombre artístico para hacerlo más sonoro) fue un cineasta neoyorquino de carrera no especialmente brillante, reputándose este El hombre lobo como su película más interesante, consiguiendo una pequeña joya de inquietante tono, beneficiándose de la confluencia de varios talentos: Lon Chaney Jr., convertido en digno sucesor de su progenitor, casi siempre en films de terror, a los que padre e hijo dotaban de un tono desasosegante; Claude Rains, inolvidable villano en Encadenados e inopinado amigo de Bogart en el final de Casablanca; y Bela Lugosi, que conformó, a partir de Drácula (1931) el canon del vampiro por excelencia en aquella época.
Waggner se especializó en sus primeros años en films de terror como este, para después cambiar al western y finalizar su carrera, durante las décadas de los cincuenta y los sesenta, haciendo series de televisión, entre ellas algunas tan populares en la España de la época como Cheyenne y El agente de CIPOL.
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