La primera película como director de largometrajes de ficción (previamente había rodado algunos cortos y documentales) del actor neozelandés, pero recriado en Australia, Russell Crowe, nos sorprende gratamente: no es una obra maestra, pero sí un filme sólido, un drama con irisaciones antibélicas, románticas y psicológicas más que aceptable.
Año 1919: En Australia vive un matrimonio; él es zahorí, buscador (con éxito) de agua en las inertes tierras australes; ella ha perdido la razón al tiempo que a sus hijos, muertos cuatro años atrás en la batalla de Gallípoli, en Turquía, en el transcurso de la Primera Guerra Mundial, que entonces aún no era conocida con un ominoso ordinal. Tras la muerte de la enloquecida mujer, el hombre da en buscar al menos los restos de sus hijos en la lejana tierra otomana para devolverlos a las antípodas, para que descansen junto a su madre. Pero la búsqueda de los cuerpos de los tres jóvenes tendrá más dificultades de las previstas, incluida cierta viudita (que se aferra a no serlo, aunque quizá no sea más que para no acceder a casorios indeseados, a la manera de la Penélope de Ulises) que hará tambalear los esquemas del australiano.
Lo curioso de El maestro del agua es que es un filme plagado de detalles. En la primera secuencia, cuando el jefe militar turco entra en la trinchera de los suyos para alentarlos ante la nueva (y decisiva) batalla en Gallípoli, su mano izquierda, al pasar junto a sus subordinados, los roza levemente, como si quisiera de esta forma infundir su aliento, su fuerza, también su congoja, a los suyos. Como ese detalle de buen cineasta hay varios a lo largo del filme, confirmando que en Crowe puede haber un director interesante, con cosas que decir y sabiéndolas decir, con intuición cinematográfica antes que capacidad para pegar un plano detrás de otro.
Dentro de las buenas ideas de Crowe habrá que destacar la escena que cierra el filme, que obviamente no revelaremos, para no incurrir en un “spoiler”, pero en la que un exceso de azúcar en el café llevará implícito un sutil mensaje…
Es cierto que a veces se echa en falta una mejor planificación, como en las escenas de guerra, que resultan un tanto acartonadas, y también que a ratos el ritmo flaquea. Pero, claro está, poco es teniendo en cuenta la bisoñez del director y el hecho de que el conjunto funcione razonablemente, conjugando el neófito con habilidad el romance y la tragedia, la zozobra y la guerra.
Es curioso como para Australia la batalla de Gallípoli es su equivalente (salvando las distancias que haya que salvar, lógicamente) al genocidio armenio, un momento culminante de la vida de la que entonces aún no era una nación pero que quizá tomó conciencia de ello precisamente al enviar a aquella sinrazón de guerra (perdón por el pleonasmo…) a la generación de jóvenes que debía tomar los mandos pocos años después, cuando fuera la generación dominante, y que sin embargo se quedó, contándose por decenas de miles, enterrada en los yermos páramos de los Dardanelos, en una guerra que se le daba una higa. Esa batalla constituye entonces un hito (para mal, pero también como conciencia de sí misma) de la Australia moderna, y como tal el cine y la televisión de aquel país la han llevado con reiteración a la grande y pequeña pantalla, desde la más famosa de todas, Gallipoli (1981), de Peter Weir, con un entonces casi desconocido Mel Gibson, hasta las recentísimas miniseries televisivas Deadline Gallipoli (2015), con Sam Worthington, y Gallipoli (2015), con Kodi Smit-McPhee (ya saben, el talentoso niño de La carretera, Déjame entrar y El amanecer del planeta de los simios).
En el reparto Crowe resulta convincente en el papel del atribulado padre que concibe como única idea para el resto de su vida honrar la memoria de su mujer devolviendo al solar patrio los restos de sus hijos. De los demás nos quedamos con el buen hacer del actor y también director Yilmaz Erdogan, que compone un oficial turco que combina sorprendentemente dureza y misericordia.
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