Es curioso el predicamento que sigue teniendo en el cine de comedia aquel ya viejo filme norteamericano de Stanley Kramer titulado El mundo está loco, loco, loco, loco, al fin y al cabo una puesta al día del (ése sí que era viejo, aunque a veces sea tan moderno) cine de "slapstick", el cine de la patada en el culo y el tartazo en la cara, aquel viejo cine cómico de la etapa muda, de Chaplin a Keaton, de Mack Sennet a Harold Lloyd.
Sin ir más lejos, el cine español ha producido en los últimos meses dos filmes que pueden reputarse con toda razón ser herederos (bien es cierto que en su faceta de mayor debilidad mental) de aquel filme de Kramer: El robo más grande jamás contado, de Daniel Monzón, que se pegó un temendo batacazo en taquilla y en la consideración de la crítica, y este El oro de Moscú, que también juega con similares bazas: un supuesto tesoro escondido, un número cada vez mayor de pretendientes a conseguirlo, un batiburrillo de situaciones supuestamente cómicas, un fiasco final.
Bien es cierto que, en este caso, mejor habrían ido las cosas si la dirección se hubiera encomendado a un cineasta más experto que el novel Jesús Bonilla, actor de limitado registro (tiene dos: cascarrabias avinagrado y cascarrabias simpático) que se estrena en la dirección, y para el que, evidentemente, éste ha sido un envite excesivo: carece de ritmo narrativo, su dirección de actores es superficial, su cámara es vulgar...
También es verdad que el guión tiene algunos aciertos parciales, como esa estrafalaria recua de monstruos supuestamente humanos que son sus protagonistas corales: mentirosos, falsarios, interesados, venales, traidores. Un paisanaje como para pedir que paren el mundo, que me bajo, como decían los del Mayo Francés, pero que ofrece una visión distinta del habitualmente edulcorado paisaje humano de los filmes españoles. No es suficiente, está claro, ni se puede mentar el nombre de Berlanga para hablar de este filme esperpéntico a fuer de histérico, de puro astracán, de una caspa que nunca antes fue tan loca, loca, loca, loca... ¡Ay, Stanley Kramer, cuántas barbaridades se cometen en tu nombre!
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