CINE EN SALAS
Las películas sobre compañías multinacionales que provocan, conscientemente, daños a las personas o a la naturaleza tienen cierta tradición, sobre todo en la cinematografía norteamericana, que gusta (con razón) de denunciar ese tipo de conductas que, como sabemos, confirma que las grandes corporaciones son, literalmente, “desalmadas”, en el sentido de que carecen de “alma”. Basta recordar algunos títulos en los que aparecen desafueros ecológicos, como Erin Brockovich, de Steven Soderbergh, o Aguas oscuras, de Todd Haynes.
El oro verde juega en esa misma liga, en este caso con coproducción franco-belga; tiene una derivada importante, incluso diríamos que más relevante, cual es la defensa a todo trance de un inocente por parte de su madre, tema que, finalmente, resulta ser el fundamental, a pesar del título, que remite al aceite de palma, ese elemento que está por todas partes en nuestras vidas, desde alimentos a cosmética, desde productos para animales de compañía a detergentes para lavadoras. Pero hay un grave problema para la elaboración de ese producto, y es que necesita grandes superficies sembradas de palma, la planta de la que se extrae, cosa que está haciendo que en países del Tercer Mundo como Indonesia y Malasia se estén deforestando a pasos agigantados grandes zonas boscosas para sustituirlas por ese tipo de plantación. Eso es lo que investiga el protagonista, el estudiante Martin Landreau, cuando llega a Indonesia como supuesto colaborador de una ONG, llamada KMA; allí conecta con el jefe local de esa organización no gubernamental, el canadiense Paul, y con la líder activista local, Nila. Pronto ve que la corporación Palmyr, que es un ominoso poder en la sombra en el país, envía a sicarios para atemorizar a los campesinos y que vendan sus tierras para proseguir con la plantación de palmas; Martin se encontrará envuelto en el asalto al poblado de un grupo de paramilitares que cometen varios asesinatos; consigue filmarlo, pero entonces se convierte en un objetivo no solo de los secuaces de Palmyr, sino de la corrupta administración gubernamental del país, cuyos intereses económicos son afines a los de esa multinacional...
Édouard Bergeon (Poitiers, 1982) es un periodista y director de cine y televisión; en el apartado audiovisual ha hecho varios cortos y TV-movies, hasta debutar en el largo de ficción con Au nom de la terre (2019), historia autobiográfica sobre su familia y las peripecias que sus miembros (él incluido, aunque no aparezca con su nombre) tuvieron que afrontar cuando establecieron una pequeña explotación agroganadera en su país, Francia. Y es que el cine y la televisión de Bergeon suele estar relacionado generalmente con el tema de la naturaleza, bien en estado salvaje, bien en su faceta de elemento objeto de transformación por parte del Hombre. En esta El oro verde, como decíamos, parece que prima el tema humano, el de la madre que lucha a toda costa para salvar al hijo que se encontró en el peor momento en el lugar equivocado, un hombre en buena medida muy quijotesco, que quiere cambiar el mundo (un clásico...), aunque pronto comprobará, como dice su madre en un momento del film, que el mundo no se deja cambiar tan fácilmente...
Con una filmación clásica y buena factura, la película saca partido de los preciosos paisajes de Extremo Oriente (de Tailandia, concretamente, donde está rodado el film, ante la –obvia-negativa de Indonesia a que lo hicieran en su tierra), sobre todo los boscosos: cascadas, inmensos árboles, luz solar filtrándose por la espesura...; pero, en honor a la verdad, no se puede decir que sea un producto esteticista.
La película busca hacer ver al espectador (occidental, mayormente) que las comodidades de las que disfruta, los productos que consume, proceden con frecuencia de situaciones tremendamente injustas, cuando no directamente delincuenciales: ese aceite de palma que está en todos lados en nuestra vida (y que, en palabras de la activista Nila, es sangre envenenada que nos mata poco a poco) procede de países que están perdiendo su inmensa masa forestal a pasos agigantados, y para ello los sicarios de turno no tienen escrúpulos para incurrir en los crímenes que sean necesarios para sus execrables fines, y para ocultar sus acciones con la connivencia (convenientemente “untada”) de las venales autoridades locales.
Tampoco salen bien paradas las administraciones occidentales, en este caso la francesa, entre la diplomacia con frecuencia temerosa y la cuasi complicidad por intereses económicos coincidentes con los países orientales; ni siquiera quedan bien las ONG, algunas de las cuales, como es el caso, actúan como pantalla de las grandes corporaciones que las usan para maquillar sus desafueros.
Así las cosas, la peli resulta descorazonadora en sus conclusiones: no hay solución, entonces, sino es para pírricas victorias de carácter individual, como salvar la vida del hijo envuelto en un asunto que amenazaba muy seriamente con llevárselo por delante. Al menos, eso sí, el film funciona como concienciador de una realidad que, nos tememos, tiene mucho más de verdad que de bulo, aunque por supuesto aparecerán los habituales turiferarios a sueldo que lo pondrán en duda...
Pero, cinematográficamente, lo cierto es que El oro verde no resulta especialmente atractivo, no consigue transmitir adecuadamente el drama de esta madre coraje, quizá porque Bergeon parece más interesado en su denuncia que en hacer cine, y así las cosas falta sutileza, recurriéndose con demasiada frecuencia a la brocha gorda; de esta forma, la peli es interesante pero no especialmente distinguida. Es cierto que, a ratos, consigue razonables cotas de tensión y de emoción, especialmente en el último tercio, cuando las cosas se ponen realmente feas para Martin, pero el conjunto resulta un tanto irregular.
Se agradece la diáfana denuncia de los oscuros intereses creados entre países, y no digamos el hecho de que las grandes corporaciones compren los favores de gobernantes corruptos, todo un clásico, pero el film hubiera requerido más fuerza, más matices y, también, menos metraje: como a casi todo el cine moderno, le sobran diez o quince minutos, y seguro que el resultado hubiera sido bastante mejor.
Hay quien ha comparado la película con un clásico del cine carcelario setentero, El expreso de medianoche, de Alan Parker, pero la verdad es que no tiene mucho que ver, ni temática ni estilísticamente.
Interpretativamente nos gusta Alexandra Lamy, que es buena actriz y consigue emocionarnos; peor vemos a Félix Moati, el actor que hace de su hijo, poco creíble, poco natural. Los intérpretes aborígenes orientales, en general, como suele suceder con cierta frecuencia, bastante elementales, incluso un tanto chuscos, como el que hace del jefe de seguridad de Palmyr, con maneras como de portero de discoteca...
(19-10-2024)
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