Con Clint Eastwood sucedió algo curioso en su momento: por su intervención en la serie de thrillers iniciada con Harry el sucio (1971), de Don Siegel, se le motejó como un fascista irredento, confundiendo el actor con el personaje, en uno de esos extraños despistes que la crítica tiene con demasiada frecuencia. Construido el cliché, ya cualquier cosa que hiciera el bueno de Clint se miraba con ese prisma; así, cuando comenzó su muy particular carrera como director, no se le prestó apenas atención, si no era para echarle otra vez la basura de siempre, ningunearlo y negarle el pan y la sal. De esta forma, películas tan peculiares como Escalofrío en la noche (1971), Primavera en Otoño (1973) o El aventurero de medianoche (1982), fueron despachadas generalmente por la crítica con unos cuantos tópicos y poco más.
Pero a partir de El jinete pálido (1985), notable revisitación del wéstern que combinaba admirablemente tonos en principio tan distintos y distantes como el cine del Oeste clásico y el eurowéstern, la crítica se rindió a sus pies como director y a partir de ahí cualquier cosa que hiciera tenía que ser necesariamente una maravilla, aunque fuera esta El sargento de hierro, cuyas insuficiencias y apenas oculta propaganda patriotera deberían haber sido evidentes.
La película se ambienta en 1983, poco tiempo antes de la invasión de la isla de Granada por parte de la administración Reagan, en uno de esos actos arrogantes tan típicos de los yanquis cuando buscan preservar su patio trasero, como denominan coloquialmente, quizá tan cínica como verazmente, al resto de países americanos. En ese contexto conocemos al sargento Highway, veterano marine que combatió en la Guerra de Corea y que tendrá que poner firmes a un pelotón de soldados con tendencia a la holgazanería y la molicie, a la vez que habrá de lidiar con su exesposa, que ahora anda en escarceos amorosos con otro hombre...
Pero ciertamente, al margen de la realización solvente y segura de Eastwood, poco hay de interesante en esta historia belicosa y belicista que apenas recuerda al Clint generosamente humanista de films como Sin perdón (1992) o Million Dollar Baby (2004); estamos entonces ante una película que podría considerarse precursora de otras con un discurso similar pero mucho más sutiles y potentes, como La chaqueta metálica (1987), de Kubrick.
Se podría considerar, con cierta amplitud de miras y no pocas dosis de humor, que estamos ante una versión libérrima y con mucha testosterona del Pygmalion de George Bernard Shaw, en la que el profesor es un rudo suboficial y la chica malhablada un grupito de reclutas recién salidos del cascarón. Eso sí, aquí no hay enamoramiento entre las partes: eran otros tiempos...
Eastwood hace su papel de siempre, lo que no es una crítica sino una constatación: como John Wayne o Woody Allen, Clint siempre es el mismo personaje, se llame como se llame y sea cual sea su vida y ocupación: pocos pueden decir lo mismo y, sobre todo, pocos pueden decir que esa continuidad de rol sea tan fructífera. Entre los secundarios hay que citar a Marsha Mason, una actriz que en esa época estaba en su mejor momento, habiendo conseguido ya las 4 nominaciones al Oscar a las que fue candidata, aunque nunca lo llegó a obtener.
(16-03-2021)
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