Se ha dicho, me parece que un tanto a la ligera, que este film es el Taxi driver (la legendaria obra maestra de Martin Scorsese que le dio a conocer al gran público) del siglo XXI. Tengo mis dudas sobre tal parecido: es cierto que el protagonista de En realidad, nunca estuviste aquí, también con severos problemas psicológicos, se dedica a rescatar menores de las garras de la trata de blancas, pero no hay muchas más semejanzas entre ambas cintas: las motivaciones son muy distintas, en la de Scorsese un quijotismo de vía estrecha, en la de Ramsay un “pane lucrando” con todos sus avíos, y el resto tampoco tiene relación mayormente.
Pero no está mal la comparación si hablamos de buen cine, y sobre todo, de cine moderno, de ahora: si Taxi driver supuso, en términos de lenguaje cinematográfico, un antes y un después, se puede decir sin caer en la blasfemia que la película de Lynne Ramsay, que no alcanzará desde luego la categoría de mito (ahora para llegar a eso tienes que tener muchos millones detrás y una Disney, una Universal o una Warner que te ponga en órbita con una campaña publicitaria hasta en la sopa), sí aporta sabrosas novedades que, desde luego, la hacen una película la mar de interesante.
El protagonista es un exmarine con graves problemas de coco, no tanto por su paso por el Ejército sino, se intuye, por una infancia en la que un padre hiperrígido lo torturó psicológicamente intentando hacerlo más fuerte, más duro, más frío. El hombre, cuarentón, convive con su madre anciana; se dedica a una actividad ilegal que, sin embargo, tiene un halo justiciero: mediante el correspondiente estipendio, nunca barato, libera a chicas (generalmente niñas y adolescentes) de las garras de las mafias de la trata de blancas. Para evitar ser localizado por sus inescrupulosos enemigos tiene una serie de intermediarios que lo desconocen todo sobre él, y un jefe para el que trabaja y que le encarga cada “tarea” (por llamarla de algún modo). Cuando un senador le pide que libere a su hija adolescente de la siniestra organización que la ha secuestrado, lo que parece un trabajo más se convertirá en una pesadilla…
Lo primero que llama la atención en esta En realidad, nunca estuviste aquí, es su tratamiento de la violencia: en un tiempo, el actual, en el que ésta tiene que ser presentada con todo detalle, en el que nunca se nos ahorra (más bien al contrario, se hace exhibicionismo de ello) duras escenas de golpes, disparos, amputaciones, decapitaciones, degollaciones… que una película evite poner todo eso en primer plano, es ciertamente una curiosa noticia. Porque en el film existe mucha, muchísima violencia, pero está mostrada de forma colateral: el protagonista es especialista en cargarse a sus enemigos con un martillo, pero las escenas en las que eso ocurre están dadas casi todas de manera tangencial, como de tapadillo, en una esquina, bien a través de un circuito cerrado de televisión, que lo justifica, bien porque la directora opta por ponerlo en uno de los ángulos del plano, a veces incluso fuera de éste. Existe, entonces, una especie de violencia abstracta, que está ahí pero no tiene ribetes realistas, aunque la sensación de su existencia nos llega nítidamente, pero sin el alarde cuasi pornográfico que se suele realizar en el cine de acción y el thriller actual, en el que toda escena violenta ha de darse en primerísimo plano y con todo lujo de higadillos, sangre y evisceraciones varias.
También llama poderosamente la atención en la película el tono cuasi fantástico que deparan los constantes excursos en forma de flash-backs en los que el protagonista recuerda, como en una pesadilla, los durísimos entrenamientos a los que era sometido por su padre siendo apenas un niño, que le marcaron indeleblemente para siempre, un trauma infantil del que no sabemos mucho más, con lo que inteligentemente se deja al arbitrio de lo que el espectador pueda imaginar que fue.
La narrativa de la directora Lynne Ramsay es otro hallazgo: olvidándose de contar la historia a la manera habitual, nos da solo una parte de lo que ocurre, con retazos, con apuntes que nos permiten ir haciéndonos una idea, nunca cabal, pero sí razonable, de lo que ocurre realmente con este cuarentón que vive de desfacer entuertos, a la manera del Quijote, un Quijote que cobrara por liberar a sus púberes Dulcineas, un Quijote con una colosal empanada mental. Con una narrativa rupturista, nada complaciente, sin hacer concesión alguna a la galería, Ramsay se nos muestra como una cineasta potente, con ideas, muy creativa, ofreciéndonos el relato de un antihéroe de martirizado pasado que intenta arreglar (un poco) el mundo y, de paso, ganarse la vida con ello. Cuando todo se venga abajo, aparecerá el Alonso Quijano en estado puro, el que no tiene intereses sino filantropía, el que habrá de sobreponerse a su insania para intentar hacer algo con su vida y, sobre todo, con la vida que el destino le ha encargado proteger.
Con escenas espléndidas (la sepultura en el agua del río del cadáver de la madre, el paquete oblongo –gracias, Poe-- del que sobresalen, evanescentes, algunos cabellos rubios de la progenitora, en un evidente homenaje a aquella obra maestra, La noche del cazador, de Charles Laughton), con un tono que a veces presenta cierto recurso a la taumaturgia (la capacidad proteica del protagonista para vencer cualesquiera resistencias de matones de toda laya), En realidad, nunca estuviste aquí es cine del bueno, del muy bueno, aunque el espectador palomitero no lo tendrá fácil: hay que salir de la zona de confort para paladear esta extraña película, este film que se sale voluntariamente de los trillados senderos, del cine normalizado, estandarizado, para avanzar hacia otros caminos.
Por supuesto, Joaquin Phoenix está magnífico: quién le iba a decir al hermano pequeño de River Phoenix, que era el llamado a ser la rutilante estrella de la familia, que al final iba a ser él, el chico del labio partido, el que triunfaría. Joaquin ha llegado a ese estado de gracia en el que sus interpretaciones se cuentan por éxitos, y aquí está formidable, en un papel que es ciertamente un bombón, pero donde hubiera sido tan fácil pasarse de rosca: no es el caso.
Extraordinaria también la banda sonora del inglés Jonny Greenwood, inquietante y perfecta para la atmósfera malsana, onírica, de este film que se basa en una novela del “enfant terrible” Jonathan Ames. Aunque con una presencia actoral escasa, la modelo Ekaterina Samsonov pone el contrapunto desvalido en esta historia alucinada sobre corrupción y pederastia en las altas esferas, a lo que se habrá de enfrentar un hombre al que, finalmente, de algo servirá el adiestramiento férreo al que le sometió su inicuo padre: al final va a ser verdad eso de que Dios escribe derecho con renglones torcidos…
85'