Lo más llamativo de esta película es que Woody Allen haya accedido a interpretar un papel en un film dirigido por otro cineasta, hecho que no sucedía desde que se pusiera a las órdenes de Martín Ritt en La tapadera (The front), en 1976. Pero ahí seguramente acaban las sorpresas de la última obra de Paul Mazursky, que presenta una jornada en la vida de un maduro matrimonio americano, el día de su decimosexto aniversario de boda.
Mazursky plantea inicialmente una comedia elegante, que va tomando tintes algo más dramáticos conforme avanza la narración. Así, la feliz pareja cincuentona acude a una suntuosa galería comercial a hacer sus compras, y allí comenzarán sus problemas cuando el marido, abogado, confiesa a la esposa, autora de un "best seller" sobre las excelencias del matrimonio, que le ha sido infiel en varias ocasiones; encajado en principio muy civilizadamente, la sangre hierve pronto y la ruptura se produce...
Pero lo que podría haber sido una acerada sátira sobre los convencionalismos del matrimonio y los tópicos acuñados sobre las parejas de larga duración se convierte, con los farragosos diálogos, en una verborrea imparable, que incita al espectador al sopor más que a la sonrisa cómplice. El tirón inicial no se mantiene, y la entrada en la galería comercial, para dar forma al "corpus" central del film, coincide con su adocenamiento y la forzada verborragia de sus actores, que bien merecían otros textos. Aisladamente salta la chispa, pero no consigue mejorar el tono general, más bien apagado y difuso.
Allen interpreta su papel como si fuera una parodia de su habitual personaje, el hombre urbano con sus necesidades vitales cubiertas, que sin embargo esta vez carece de las angustias vitales que identifican al Woody/actor dirigido por Allen. Es, pues, un hedonista, un hombre satisfecho, casi pagado de sí mismo, una caricatura en negativo del Allen de Hannah y sus hermanas o Manhattan. Bette Midler compone un personaje más complejo, una mujer experta en conservar los matrimonios de los demás, pero que no es capaz de sostener el suyo.
El director, Paul Mazursky, se limita a seguir a sus actores, muy lejos de la profundidad, la sobria entereza del Bergman de Secretos de un matrimonio, de la que intenta beber sin recato, aunque quedándose siempre en la mera superficie.
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