El cine es pródigo en historias de amor (o que pretenden serlo) entre hombres muy maduros, incluso ancianos, y mujeres jóvenes. Una de las últimas ha sido La correspondencia. El ángulo contrario (mujeres maduras, incluso ancianas, con hombres jóvenes) es mucho menos frecuente; así como título relevante recordamos una antigua comedia de Hal Ashby titulada Harold y Maude, pero en general no es fácil encontrar películas significativas sobre el tema.
También hay que decir que en la vida real son bastante más frecuentes las parejas viejo-jovencita que vieja-jovencito: véanse los casos de Saramago/Pilar del Rio, Cela/Marina Castaño, Borges/María Kodama, Moravia/Carmen Llera o Alberti/Asunción Mateo. En el sentido opuesto sólo recordamos, a bote pronto, los casos de Duras/Yann Andréa y, en España, el de Ginzo/Luis Rodríguez Olivares. Por supuesto, ello sin prejuzgar nada: amor es amor, pero es cierto que se suele dar más la primera de estas opciones que la segunda, seguramente por los prejuicios sociales que, todavía, impiden relaciones amorosas que parecen apartarse de lo convencional.
Claro que Hello, my name is Doris no es sólo una película sobre una (posible) relación entre una mujer ya rozando los setenta y un joven en torno a los treinta, sino, sobre todo, es una visión sobre las mujeres (porque son mucho más mujeres que hombres) que han dedicado su vida al cuidado de sus mayores. Ellas son, en alguna medida, las protagonistas que se representan en el personaje central de esta comedia que, digámoslo ya, no termina de convencer, quizá precisamente porque su tono resulta en exceso cómico, pintando con brochazos de trazo grueso la ridiculez de esta viejecita rara con atuendo chistoso, como la llama su mejor amiga en un momento dado. No es entonces ese el mejor camino para dar esta historia que resulta patética en la propia asunción por parte de la protagonista de su vida: tuvo un pretendiente casi medio siglo antes, pero lo dejó para no abandonar a su madre; no abandonándola, se abandonó ella, y esa es su callada tragedia. Quizá el núcleo central sea la relación engañosa que la viejecita cree tener con el joven pimpollo, pero en realidad la almendra auténtica está en esa vida gastada, exhausta, de quien estuvo cincuenta años al servicio de otro, de otra.
Michael Showalter es sobre todo guionista y en menor medida director. Como tal, además de un buen puñado de episodios televisivos y telefilmes, ha rodado un largometraje para pantalla grande, The Baxter, que resulta ser cuando menos peculiar, aunque extravagante quizá le cuadrara mejor. Ahora, sobre el corto Doris & the intern, de su coguionista Laura Terruso, ha montado este largo al que, a pesar de su modesto metraje, le sobran minutos, sobre todo en la reiteración de las fantasías erótico-amorosas de la protagonista con el que cree su amor. Con un final abierto que resulta de lo más inteligente del filme, Hello, my name is Doris no termina de ser la comedia sobre amores en edades dispares que pretende ser, y ello a pesar de que, como siempre, Sally Field está espléndida. Lástima de actriz, que tuvo un magnífico final de los años setenta (Norma Rae), unos ochenta excelentes (Ausencia de malicia, En un lugar del corazón, Magnolias de acero) y unos noventa menguantes (No sin mi hija, Señora Doubtfire, Forrest Gump), para llegar al siglo XXI en el que a duras penas se puede citar algún título, y ya siempre como secundaria (The amazing Spider-Man, Lincoln).
Atención al coprotagonista, el partenaire joven y apuesto de la viejecita del atuendo chistoso: Max Greenfield tiene carisma y capacidad de seducción, se ha hecho todas las series de televisión habidas y por haber, y parece que ahora puede conquistar la pantalla grande. Creo que no tendrá muchos problemas para ello…
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