El cine iraquí es, parece obvio decirlo, una cinematografía escasa en títulos; la IMDb, la base de datos por excelencia del audiovisual, censa un total de 263 títulos (incluyendo ficción y documentales, largos y cortometrajes, series y miniseries televisivas, TV-movies, etc.) desde el principio de los tiempos (en este caso desde 1946, fecha de la primera producción del país como tal). Además, generalmente le cuesta horrores exhibirse en Occidente, y cuando lo hace es gracias a las cinematografías europeas o americanas que lo coproducen. También influye, claro está, que el director sea un profesional reconocido en Europa y USA. En esta La decisión se dan ambas circunstancias: además de Irak, aparecen como países coproductores tres europeos (Francia, Reino Unido y Holanda), uno americano (Canadá) e incluso, como perla exótica, uno de los emiratos del Golfo (Catar); y, por otro lado, el director, Mohamed Al-Daradji, ya es conocido en Occidente con filmes como la estupenda Son of Babylon, que ganó premios en todos lados (Berlinale, Karlovy Vary, Sevilla, Rotterdam, Seattle...), siendo Al-Daradji además becado en su momento por el prestigioso Instituto Sundance.
Este cineasta iraquí nació en Bagdad en 1978, pero se formó cinematográficamente en el Reino Unido y, sobre todo, en Holanda, donde tiene la doble nacionalidad. Su filmografía, aunque no demasiado extensa todavía, siempre gira en torno a los lacerantes asuntos bélicos (y, sobre todo, sus terribles consecuencias humanas) ocurridos en su país de origen en las últimas décadas: la guerra entre Irán e Irak en los años ochenta, la invasión de Irak por Estados Unidos y sus aliados en los noventa tras la invasión de Kuwait por parte del régimen del sátrapa Sadam Hussein, y la invasión y posterior ocupación norteamericana de 2003, en una guerra cuyos motivos pronto se demostraron más falsos que Judas.
Esos conflictos, esas dolorosas tragedias individuales y colectivas en el torturado pueblo iraquí, están en la base del cine de Al-Daradji. Si en Son of Babylon la historia era la de una abuela y su nieto preadolescente que buscan incesantemente y cada vez con menor esperanza al padre de este último, detenido durante la primera guerra del Golfo, aquí se centra en un personaje, Sara, una chica, quizá de veinticinco años, que llega el 30 de diciembre de 2006 (primer día de la Fiesta del Sacrificio, una de las principales festividades del calendario musulmán) a la estación de ferrocarril de Bagdad, que ese día vuelve a abrirse tras estar cerrada durante la invasión yanqui. Sara lleva un cinturón de bombas en torno al cuerpo; aleccionada por sus fanáticos superiores, ahíta de ira, va a inmolarse en la estación, pero al llegar es importunada por Salam, un pobre diablo, un tipo que se gana la vida como puede y que (con menos vista que Rompetechos) pretende ligársela. Pronto el donjuán de vía estrecha será rehén de la futura mártir...
Tiene La decisión la valentía de los temas osados, y la visión desde dentro: porque hemos visto en los telediarios decenas, quizá centenares de explosiones como la que se propone perpetrar Sara, pero no la hemos visto nunca desde la perspectiva del que se va a inmolar por una causa que cree superior: a su vida, pero también a la de los demás. Por supuesto, Al-Daradji no se pone de su lado, pero la deja hablar, la deja mirar hacia los que quiere reventar, la hace que dude, que titubee ante lo que unas horas antes creía su única misión sobre la Tierra, pero que cuando, llega el momento de la verdad, la aparición de esa virtud o defecto que llamamos compasión la hará temblar de zozobra.
Retablo del Irak invadido por Occidente (y por sus ricos hermanos árabes, no lo olvidemos...), la película nos ofrece una atroz mirada hacia un país devastado al que le han cambiado una dictadura ciertamente grosera y liberticida por un estado hecho, literalmente, añicos, donde millones de personas han pasado de tener una vida normal, corriente, con sus pequeños problemas, miserias y momentos de felicidad, a ser voraz pasto de una brutal guerra que los ha devastado, que ha destruido por completo sus vidas, sus haciendas, sus carreras profesionales, sus familias: su presente, pero también su futuro.
En ese contexto, La decisión trata de acercarnos a una de esas mujeres (u hombres) que ven en el acto de reventarse en medio de una multitud un acto de purificación, cuando la única purificación posible pasaría porque el ser humano dejara de comportarse como la alimaña que es. También es importante su mirada hacia los más pequeños, los niños huérfanos de la guerra que, como en todo conflicto bélico, son los que más pierden, aquí personalizados en los dos hermanillos, chico y chica, betunero y vendedora de flores, respectivamente, que sobreviven como pueden ejerciendo sus modestos oficios en la estación de trenes bagdadí.
Al-Daradji tiene un estilo impersonal; su cine siempre busca huir de los subrayados, intenta pasar desapercibido. Solo alguna vez, como ese plano cenital con el que se abre el film, con una mujer (después sabremos que es Sara que se encamina contrita a su autoinmolación), se permite adornos cinematográficos; pero en general su cámara persigue a sus personajes, esencialmente la mentada Sara, pero también al pobre infeliz de Salam, buscando en sus rostros torturados las razones de sus comportamientos.
Algunas secuencias ponen los vellos de punta; véase el cántico ritual en la estación, con los asistentes moviendo sus cabezas como en un trance mesmérico; o, ya casi al final, el cortejo fúnebre que abandona la estación cuando esta es cerrada por la noche, precedido por un clarinetista que los guía con su dulce, tristérrima música, mientras deudos, afectos, conocidos y desconocidos, velan y arropan al difunto en su último viaje.
Es cierto que su materia argumental es escasa para un largometraje, y que por ello cuesta trabajo llegar a los 82 minutos que dura, y ello redunda en cierta pérdida de ritmo, sobre todo hacia la mitad del metraje. Pero se le pueden perdonar esos pecados veniales cuando el film rezuma tanta verdad, tanta sinceridad, tanto interés por preguntarse cuestiones que otros ni siquiera se plantean.
Gran trabajo de la protagonista, Zahraa Gandour, que debuta en el cine con esta película, y ciertamente tiene un rostro extraordinariamente expresivo, con una economía de medios que centra su capacidad de transmisión emocional en los ojos: auguramos a esta joven actriz un gran porvenir, si (así lo deseamos) no se le tuercen las cosas.
82'