John Patrick Shanley hacía casi veinte años que no dirigía cine. Fue en 1990, y su Joe contra el volcán, sobre guión propio, concitó una extraña unanimidad: crítica y pública coincidieron en que el interesante libretista de Hechizo de luna, por el que había conseguido un Oscar, había debutado en la dirección con una de las peores y más ridículas películas que se recordaban en Hollywood y en el resto del Imperio. No es de extrañar que, con aquel recibimiento (totalmente merecido, por lo demás: Joe contra… era una bosta de vaca del tamaño de un sombrero mexicano…), Shanley decidiera abandonar el cine, o al menos la dirección cinematográfica, para dedicarse a una provechosa carrera como autor teatral y también como guionista.
En el año 2004, sin embargo, su obra teatral Doubt fue un gran éxito en Broadway, y al año siguiente Shanley obtuvo con ella el prestigioso Premio Pulitzer, por lo que, cuando se planteó su adaptación al cine, era lógico que el autor teatral se sintiera tentado por volver a probar fortuna, casi veinte años después. Y la verdad es que parece que el tiempo ha mejorado considerablemente a este anteriormente incompetente director, convertido ahora en un cineasta capaz de transmitir toda la sutileza, todos los innúmeros matices, de su propia obra, utilizando para ello el lenguaje cinematográfico, que domina perfectamente por su oficio de guionista, dejando a un lado el lenguaje teatral, que hubiera lastrado la historia.
Por cierto que el tema es de lacerante actualidad, la pederastia en el seno de la Iglesia católica norteamericana, si bien es cierto que el tratamiento de Shanley huye de cualquier tipo de morbo, denuncia o debate sobre el asunto, centrándose más apropiadamente en la cruzada que la estricta directora de un colegio religioso en el Bronx de 1964 inicia contra el sacerdote del lugar, un cura que busca insuflar nuevos aires en la atmósfera viciada y asfixiante de una comunidad escolar clerical que aún se cree inmune a los nuevos tiempos que propiciaba el Concilio Vaticano II y todo el movimiento juvenil de principios de los años sesenta. En ese ambiente, la conducta ambigua del preste con respecto a un alumno, resulta culpable a los ojos de la superiora del colegio, una monja cuya rectitud no es sino la máscara de su amargura, de su resentimiento contra el resto de la humanidad. Tampoco, quizá, el presbítero sea el hombre probo e intachable que parece, pero, ¿cómo exorcizar la duda? ¿cómo tener certeza cuando sólo hay intuición, tal vez resquemor vital?
Obra madura, densa, tensa e intensa, La duda ennobleció las tablas del teatro y ahora hace lo propio con las pantallas del cine. No es su tema la búsqueda de culpables ni la denuncia de lacerantes lacras: para eso están la prensa, los tribunales, la opinión pública. Aquí estamos ante una historia en la que la incertidumbre campa por sus respetos, pero también la intolerancia, y el pecado, y la necesidad de redimirse (o no…).
Punto y aparte para el espléndido duelo de intérpretes que nos deparan Meryl Streep, que compone un personaje especialmente odioso, una cabrona con hábitos dispuesta a llegar hasta el final aunque con ello retuerza todo aquello en lo que (supuestamente…) cree; y Philip Seymour Hoffman (es cierto, cada día más parecido a un conocido crítico sevillano: ¿a que sí, Carlos?), cada vez mejor, capaz de aguantar, sin despeinarse, el envite de enfrentarse a la diva por excelencia del cine actual.
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