La duquesa de Langeais

No cabe duda de que Jacques Rivette es uno de los grandes del cine francés, un auténtico clásico vivo. Sin la popularidad de los mosqueteros de la Nouvelle Vague (Truffaut, Rohmer, Godard, Chabrol), sin embargo tiene una gran reputación, muy merecida, entre la cinefilia exquisita allende y aquende los Pirineos. Pero ese prestigio no debe hacernos perder el norte, y su nuevo filme, La duquesa de Langeais, que participó en la Sección Oficial del Sevilla Festival de Cine de 2007, dista mucho de ser una buena película. Tiene dicho Rivette que el espectador, para disfrutar de esta su nueva obra, ha de situarse mentalmente en la época en la que Balzac escribió la novela en la que se basa el filme, pero eso es una entelequia: no es posible, en pleno siglo XXI, hacer abstracción conceptual de nuestro tiempo y situarse en el entorno de la primera mitad del siglo XIX.

Se nos cuenta una historia de amor “fou”, con general napoleónico (un Guillaume Depardieu firme aspirante al premio al peor actor...) que concibe un amor absoluto hacia una aristócrata de cascos ligeros (ya se sabe que en aquella época los términos eran sinónimos…) que juguetea con él, hasta que las tornas cambian y el amador será el displicente y la amada la devorada por la pasión.

Pero en realidad nunca nos llega esa sensación de amor torrencial que en pantalla se desgrana en palabras pero nunca en hechos, en gestos, en detalles. Parecería que estamos asistiendo a una lectura teatralizada de la novela balzaquiana antes que a una película, con lo que ello supone de descalificación de una obra cinematográfica. Ni nos creemos el amor cuando fluye en una dirección, y menos aún en la otra, cuando la calientabraguetas se convierte en rendida enamorada, terminando de monja de clausura... Habría que considerar entonces que Rivette, que tiene ya una edad (cuando se escribe está crítica ha cumplido ya los ochenta “tacos”), quizá empiece a estar “gagá”, a tener signos de chochez, y que aquí sencillamente se le ha ido la olla.