Elia Kazan, al que la Historia sitúa en el reprobable lugar que reserva para los chivatos, cuando denunció a sus antiguos compañeros del Partido Comunista Americano al ser acosado por la comisión McCarthy (el horrendo episodio conocido como la Caza de Brujas), fue sin embargo uno de los más interesantes cineastas de los años cuarenta, cincuenta y sesenta, con un puñado de películas que son por sí mismas un auténtico tesoro cinematográfico: Un tranvía llamado deseo (1951), ¡Viva Zapata! (1952), La ley del silencio (1954), Al este del Edén (1956), Esplendor en la hierba (1961), América, América (1963) y El compromiso (1969), constituyen una extraordinaria colección de films donde brilló el genio de este cineasta de origen griego que encontró en Estados Unidos su auténtica tierra de promisión.
Antes de caer en desgracia entre los suyos por la delación ante el comité senatorial presidido por el senador McCarthy, Kazan hizo algunos films también notables y que, además, presentaron un inequívoco aliento liberal, progresista, en una sociedad norteamericana, la inmediatamente posterior al triunfo sobre las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial, que aún no había caído en la histeria anticomunista de la Guerra Fría de los años cincuenta.
Uno de esos films hermosamente liberales sería este La barrera invisible, que narra la ficticia historia de Philip Schuyler Green, un escritor en alza, viudo y con un hijo de 8 años, al que el editor de la revista en la que escribe le encarga un trabajo sobre el antisemitismo en los Estados Unidos; inicialmente decepcionado por ser un tema ya un tanto manido, Philip encuentra una perspectiva distinta, imaginando hacerse pasar por judío durante un tiempo (“fui judío durante ocho semanas”, se titulará la serie de artículos...) para ver qué se siente siendo uno de ellos en la sociedad yanqui de los años cuarenta. Animado por el editor y por su círculo más próximo, entre ellos su incipiente novia, una divorciada por la que siente auténtico amor (y es correspondido), sin embargo pronto se dará cuenta de que ser judío, en su país y en aquellos tiempos, no era nada fácil...
Sobre la novela Gentleman’s agreement (título original también del film, que podría traducirse como “Acuerdo de caballeros”), de Laura Z. Hobson, Kazan traza un demoledor retrato del antisemitismo, pero, en vez de centrarse en los antijudíos, al fin y al cabo gente fanatizada por una incuria racista, lo hace, muy sutilmente, sobre aquellos que, no siendo antisemitas, e incluso siendo contrarios a ese execrable sentimiento, sin embargo no son proactivos en su rechazo hacia tan reprobable conducta. Serian los “tibios”, los que no estando de acuerdo con los escandalosamente racistas antijudíos, sin embargo no son capaces de posicionarse claramente en contra, no actúan para luchar contra esa lacra. Por supuesto, esta denuncia de la tibieza de los supuestamente liberales serviría igualmente para otras muchas posturas similares, como la del racismo contra la comunidad negra, tan dura e injustificada como la antisemita, y en aquella época incluso mucho más brutal, mucho menos sutil.
Kazan plantea su película, de esta forma, como una manera de contemplar el fenómeno del antisemitismo desde dentro, haciendo que su protagonista sienta en carne propia lo que es el rechazo hacia los judíos, un rechazo que generalmente se presentaba de forma sutil, nada evidente: solicitudes de empleo declinadas de personas judías que, sin embargo, presentadas aparentando no serlo son admitidas; hoteles llamados “restringidos” que solo aceptan clientes gentiles (en su acepción de “no judío”, lógicamente) pero no lo dicen claramente... Una sociedad, la norteamericana, que había vencido recién a los antisemitas por antonomasia, los supremacistas nazis, y en cuyo seno sin embargo también anidaba un sentimiento de aversión hacia los miembros de la etnia judía.
Llama la atención que, siendo la cuarta película de ficción de Elia Kazan, sea formalmente tan perfecta, tan equilibrada, tan solvente. Es cierto que previamente el cineasta había sido un reputado director teatral, pero también está claro que ambos medios, cine y teatro, tienen lenguajes distintos; pero aquí ya es relevante la magnífica puesta en escena, el buen ritmo narrativo. Película con clase, con muy buenos diálogos, como era habitual en el gran cine clásico americano de los años cuarenta y cincuenta, está filmada en un precioso blanco y negro, constituyéndose en su conjunto en un fuerte aldabonazo sobre las conciencias, en un film de alguna manera de tesis, que plantea una cuestión moral: según Philip, el protagonista, y con él Kazan, como director y máximo responsable de la película, no se trata de estar con los judíos, sino contra los antisemitas, porque estos representan lo contrario al espíritu americano.
La barrera invisible (por cierto, excelente título español, sin nada que ver con el original pero muy certero en cuanto al tema desarrollado) es también una hermosa historia romántica, ciertamente distinta, con una Dorothy McGuire espléndida como mujer demediada entre su amor y su miedo al qué dirán si finalmente es consecuente con sus propias ideas sobre el antisemitismo.
Gregory Peck resulta un más que estimable paladín de la causa, en línea con los personajes positivos que llevó a cabo durante toda su carrera, a pesar de lo cual Kazan no quedó satisfecho y nunca más volvieron a trabajar juntos. A citar el divertido papel interpretado por la siempre estupenda Celeste Holm, la editora de moda, que pone el toque humorístico, con ironía, con clase, en esta por lo demás tan apreciable película de nítido aliento liberal.
(23-12-2021)
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