CRITICALIA CLÁSICOS
Unos verdes trigales en Cinemascope, un cielo con azules planos, una América de casas con porches y telas metálicas, un mundo auténtico, el de Elia Kazan. El testimonio tremendamente personal de un director anatematizado y rechazado como artista por algo que cometió en un aspecto y terreno muy distintos. La presencia auténtica de un hombre que sabe captar y reflejar su patria adoptiva como pocos realizadores de cine han sabido hacerlo.
Ver con años de perspectiva Al este del Edén resulta bonito y aleccionador, porque es contemplar el esbozo y el apunte de lo que luego cuajaría en dos obras maestras, como Esplendor en la yerba y América, América. Es ver a un Kazan algo rígido aún en la exposición de algunas secuencias y describiendo algunos personajes, pero con su fabuloso sentido de la imagen, con su captación inmediata de los ambientes y las sensaciones.
Más que el tono algo solemne de la novela de Steinbeck, lo que nos atrae del film, lo que retenemos es su aire, su atmósfera. Así como Esplendor en la yerba era una cinta sobre el paso del tiempo en los seres humanos, o América, América una reflexión sobre el espacio, Al este del Edén es una obra sobre los contrastes entre dos generaciones, entre dos hermanos, entre dos concepciones. Kazan no se inclina por unos u otros, no moraliza o condena; simplemente, presenta las relaciones de este pueblo, de estas personas en un momento dado.
El sentido macizo, perdurable del cine americano de los años cincuenta, de las primeras obras en Cinemascope de Nicholas Ray o Anthony Mann, la presencia de unos realizadores innatos, la mirada abierta a unos espacios grandes, el cine amado por los críticos de Cahiers du Cinéma, todo un mundo que ya buscamos como un tiempo perdido nos inunda de golpe, de nuevo, al enfrentarnos con Al este del Edén. Podemos ver, una vez más, a un James Dean solitario, que se agacha a coger piedras, que tira el hielo muy querido de su intachable padre, que besa en un tiovivo a Julie Harris, mientras abajo la América anglosajona quiere tomar venganza contra un germano inocente. Imágenes llenas de vivencias, jugando a un Cinemascope que empieza pero que ya es dominado por unos hombres que sienten el cine en sus tripas y en sus entrañas. Colores luminosos y planos enmarcando a unas figuras que se recortan contra el cielo, como los héroes de las epopeyas. Diálogos entrecortados y wellesianos, mientras la cámara se disloca ante un mundo que ve que no marcha. Cosmovisión, en suma, de un autor que no pretende decir doctrinas en sus films, sino tan sólo reflejar un trozo de vida.
Lección grande la de Kazan en todo su cine. Lección que por algún tiempo se quiso ignorar, tapándola con el tupido velo de su delación ante el comité maccarthysta. Miopía de una crítica que luego ha sabido reaccionar. Momento de llevar al puesto que le corresponde a este director americano que nos ha dado de sí muchas obras importantes. Es el momento de volver la vista atrás y recordar Pánico en las calles, La ley del silencio y Viva Zapata, cintas inolvidables que han dado mucho al cine, cintas que se vieron hace tiempo pero que se recuerdan no ya sus argumentos o sus historias, sino sobre todo sus escenas sueltas, imágenes, secuencias, gestos; en definitiva, la fuerza indiscutible de un realizador que sabe poner en escena.
Así, cuando la última escena de Al este del Edén nos enseña al padre y al hijo al fin juntos, mientras la cámara se eleva y retrocede, comprendemos que, -como ya dijeron otros-, en el arte una pincelada, un travelling, un estilo o una forma son, sin duda, una cuestión de moral.
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