Con motivo del 25 aniversario de esta película, se repone en salas de cine con honores de estreno.
El príncipe Ashitaka es herido por un diablo-jabalí enloquecido que inocula en su cuerpo una maldición, que se extiende rápidamente desde su brazo, y que acabará con su vida, así que decide abandonar su aldea y buscar una cura (lo que haríamos todos). En su camino llegará a La Ciudad del Hierro, dirigida por Lady Eboshi, la culpable de la furia del jabalí que atacó a Ashitaka. Las prospecciones mineras de Lady Eboshi están esquilmando el bosque, lo que provoca la furia de sus habitantes, tanto animales como espíritus. Entre ellos se encuentra también una humana, San, llamada princesa Mononoke (“espíritu vengador”), criada por los lobos y que lidera la defensa del bosque. Ashitaka, se ve envuelto en una lucha entre humanos y animales (además de algunos samurais, un tanto inoportunos, que no hacen sino añadir cizaña al asunto), en la que intentará lograr, infructuosamente, el entendimiento entre ambos. En fin, una lucha perdida.
Esta fábula ecologista fue una de las producciones de más éxito de Studio Ghibli, quizás por su mensaje de defensa del medioambiente, tan de moda (posteriormente imitado en la Mulan de Disney), y también por su tono épico, muy alejado de las películas infantiles y casi más cercano a algunas de las más sangrientas escenas del cine de Kurosawa (cabezas degolladas, miembros descuartizados, baños de sangre… quizás los niños salgan un poco traumatizados, aunque teniendo en cuenta que ya han visto Gran Hermano, probablemente no hay nada que temer). El guión y la dirección vuelven a estar en manos de Hayao Miyazaki, un auténtico genio del anime, con obras de indudable calidad como El viaje de Chihiro, aunque aquí se pone quizás demasiado serio, demasiado pesado, con el tema del ecologismo. Y no es que sea socio de Greenpeace, probablemente recoge una tradición muy japonesa, la del respeto por la naturaleza predicado por el sintoismo, una religión animista que considera a todo ser vivo como una divinidad. Así nos encontramos con multitud de dioses y espíritus, provenientes de la mitología nipona, como los simpáticos kodamas (diminutos espíritus de los árboles) o el ciervo (un tanto hippie, un tanto psicodélico) que encarna al espíritu del bosque y que, degollado por los malvados samurais, protagonizará una batalla final en busca de su cabeza (ya les avisé, mucha casquería, aunque sea dibujada).
Ambientada en la época medieval, recrea con gran realismo, la época de los samurais del mejor cine japonés y es evidente la inspiración del Kurosawa de Ran o Los siete samurais para las escenas bélicas. Se podría decir, por otro lado, que, a pesar de Ashitaka, aquí el papel del “guerrero” lo encarnan fundamentalmente mujeres, revelándose como una película muy feminista (precisamente en una sociedad como la japonesa, en la que la mujer sigue ocupando un lugar secundario). Lady Eboshi, San, su madre lobo, las ex prostitutas que defienden valientemente la Ciudad del Hierro y hasta la anciana sabia de la aldea de Ashitaka. Y todas mujeres guerreras, de armas tomar, nunca mejor dicho.
Probablemente lo que sí hace que el ritmo de la acción decrezca a medida que avanza la película, sea ese discurso pretendidamente trascendente y ya un poco antiguo, la verdad (a pesar de todos los Al Gore), acerca de la lucha entre el ser humano y la naturaleza. Ya lo vimos en Bambi. Posiblemente, ese ecologismo envuelto en seres mágicos y buenas intenciones no convenza a los adultos y por otro lado el tono serio, y a veces hasta sombrío no sea, a lo mejor, el más adecuado para el público infantil. De hecho, quizás lo que nos deja la película sea más bien un regusto un tanto amargo. No hay un final feliz, y todo parece quedar igual que al inicio (bueno, al menos, a Ashitaka se le cura el brazo, menos mal). La reconciliación entre la ciudad y el bosque no parece muy probable, a pesar de los esfuerzos de los protagonistas. Se intuye cierta resignación, todo va a seguir igual. Quizás ese pesimismo que transpira la trama se pueda condensar en la frase de un leproso que agoniza en La Ciudad del Hierro: “La vida es sufrimiento y dificultades pero aún así insistimos en vivir.” Ahí queda eso. No es de extrañar que Japón sea el país con mayor tasa de suicidios del mundo. El optimismo no es lo suyo, está claro.
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