CINE EN PLATAFORMAS
ESTRENO EN FILMIN
Rodrigo Moreno (Buenos Aires, 1972) es un director, guionista, productor y montador argentino, “hijo del cuerpo” (sus padres eran actores), formado en la prestigiosa Universidad del Cine de Buenos Aires que fundó en los años noventa el venerable Manuel Antín, uno de los nombres fundamentales del cine argentino. Moreno también se desempeña como profesor en ese mismo centro universitario. Desde 1993 (muy joven, con solo 21 años), Moreno viene desarrollando una carrera profesional dentro del cine, debutando con un cortometraje, para luego rodar en colaboración con otros directores varios largos; a partir de 2006, con El custodio, rueda ya en solitario, a razón de un largometraje cada 4 ó 5 años, films que han tenido en general una buena acogida en certámenes de cine, con premios en Berlín, Chicago, Gante, Guadalajara y La Habana, entre otros festivales.
El cine de Moreno está generalmente centrado en conflictos de personas corrientes, que se ven arrastrados (a veces son ellos los que lo inician) por sucesos que pueden marcar indeleblemente su vida: las relaciones personales, sentimentales y sexuales, pero también la cotidianidad del trabajo diario y la posibilidad de que esa cotidianidad se trunque, bien voluntaria o forzosamente, son algunos de sus temas.
En Los delincuentes hay bastante de ello: su película se divide en dos partes, incluso con rótulos que así lo indican y hasta un breve intervalo, un fundido a negro, que las divide en dos mitades casi iguales, con un larguísimo metraje global de algo más de 3 horas. La acción se desarrolla en Argentina, en nuestro tiempo, inicialmente en Buenos Aires, donde conocemos a Morán, un cuarentón que trabaja en un banco; en su sucursal conoceremos también a Román, otro compañero que será relevante en la historia. Uno de los días a los que asistimos con la rutina habitual, Román tiene que ir al médico para que le quiten el collarín (“el cuello”, le llaman deliciosamente en Argentina; “tengo que ir a que me quiten el cuello”, dice el personaje...); ese día Morán, que normalmente va con otro compañero a llevar el dinero a la caja fuerte de la sucursal, tiene que ir solo porque ese compañero tiene que sustituir a Román. Morán aprovecha entonces para sacar 650.000 dólares y llevárselos subrepticiamente en un macuto que previamente había preparado; por supuesto, el robo lo tenía previsto y solo esperaba la ocasión de poder llevarlo a cabo. Una vez fuera, Morán visita a Román, y le hace una proposición no sé si deshonesta, pero desde luego sí muy peligrosa, aunque también con expectativas halagüeñas de vivir una existencia sin tener que cumplir con el forzoso “pane lucrando”...
Lo cierto es que Los delincuentes, en verdad, es una película sumamente curiosa: lo es por su planteamiento, por ese robo de Morán que al principio será el centro y eje de todo, pero también por las líneas argumentales colaterales, las historias de Morán y Román en Alpa Corral, pequeña localidad en la argentina provincia de Córdoba, en las que ambos, como veremos a lo largo de la historia, intiman con una chica, y cómo esa relación consecutiva, que no simultánea, condicionará las vidas futuras de ambos. Es verdad también que la película es demasiado larga, cuando lo que se nos cuenta podría haberse abreviado sin desdoro de la historia, incluso mejorándola; pero ya sabemos que uno de los pecados mortales del cine de nuestro tiempo es el excesivo metraje de los films.
Es curioso porque Moreno, inicialmente, dota al film de un tono evidentemente realista, casi costumbrista, presentándonos las rutinas diarias de Morán, tanto en su casa, cuando se prepara para ir a la oficina, como cuando ya está trabajando en el banco, la cotidianidad diaria que todo lo marca y todo lo condiciona; conforme los dos, primero Morán y después Román, viajen a Arpa Corral, ambos parecen, cada uno en su momento, como si ingresaran en un tiempo o en un espacio distinto, donde las horas se eternizan, donde un estado parecido a la felicidad los embarga, entre chapuzones con las chicas, entre jueguitos de palabras (ese enhebrar de nombres de ciudades, teniendo que hacer coincidir la última letra de una localidad con la primera de otra, o ese juego infantil que recuerda Román, “eran tres, dos polacos y un francés”, al que cada uno de ellos imaginará una continuación al albur), entre tragos (como le llaman, deliciosamente, en Argentina al hecho de beber alcohol), entre las peculiares filmaciones que rueda el pequeño grupo al que ambos, cada uno por su lado, se adhieren, formado por dos muchachas y un hombre, entre escuchas de las más bien pedantes palabras de este varón, pero que en el contexto de felicidad bucólica suenan a música celestial... quizá lo más parecido al paraíso sobre la tierra. Es este otro espacio físico, vital, existencial, sentimental, quizá incluso de otro mundo: los propios integrantes del grupo al que felizmente se agregan les dicen que aquella es “zona de aparecidos”, lo que quizá arroje dudas sobre la corporeidad real, o no, de esos tres, de esas dos chicas y el machito pedante.
Formalmente es cierto que Moreno no resulta un cineasta especialmente estiloso, pero sí tiene algunos momentos en los que se percibe que tiene una singular visión creativa de la puesta en escena, como en los varios planos en los que utiliza el corrimiento de la imagen a modo de cortina, permitiéndonos ver la pantalla partida con ambos protagonistas cada uno en una ubicación distinta, para finalmente correrse esa pantalla hacia uno de los extremos y dejarla expedita solo para uno de ellos, un recurso visual que no es nuevo pero sí es poco frecuente, y que viene a recordarnos icónicamente el hermanamiento forzoso, existencial, al que se han visto obligados ambos, una vez que Morán dio el paso de robar el banco e hizo su extraña proposición a Román.
Quizá el lector habrá percibido la parecida morfología de los nombres de los protagonistas, Morán y Román; si decimos que la chica de Arpa Corral a la que ambos amarán se llama Norma, y que su hermana, que los dos también conocerán, se llama Morna, apreciará entonces que no es una mera casualidad: todos ellos son anagramas, palabras con las mismas letras pero cambiadas de lugar, lo que reafirma la identificación, en el fondo, de todos ellos, seres humanos en esencia iguales: y es que, como los personajes de la película, todos queremos amar y ser amados, vivir felices y morir en paz.
Hay otras curiosidades en Los delincuentes, como la fascinación, casi la obsesión en la que se sumerge Morán en la cárcel cuando le dan a leer, en clase, el libro La gran salina, probablemente la más celebrada obra del poeta Ricardo Zelarayán, un poema hipnótico que le enamorará y le permitirá sobrellevar el resto del período de cárcel.
Curiosamente, la gacetilla que presenta el film habla de la conjunción en el film de Almodóvar, Rohmer y Borges: a ver, la mención a Rohmer se puede entender por la relación juguetona, ligera y evanescente de Román y Morán con Norma, en especial en el entorno bucólico de Arpa Corral, que remitiría a algunos de los films rohmerianos de la serie Comedias y proverbios, y a Borges podríamos reconocerlo en el curioso juego de anagramas con los nombres de los protagonistas, y también en ese final abierto, ese jinete montado a pelo en un caballo, sin destino, alguien perdido en el dédalo de su memoria o de su eternidad; pero lo de Almodóvar no terminamos de verlo, la verdad (a veces los que escriben las gacetillas se inventan las cosas, y después pasa lo que pasa...). Y, sin embargo, no se cita a Hitchcock, del que habría al menos dos escenas que remiten claramente a su cine, sobre todo al suspense en el que el gran Hitch, por supuesto, fue maestro de maestros, escenas resueltas satisfactoriamente por Moreno, que quizá debería plantearse hacer algo monográfico en esa línea.
En definitiva, estamos ante una película irregular, pero ciertamente muy curiosa, con aciertos parciales, como la relación fresca de Román & Moran con Norma, como si de una versión argentina del truffautiano Jules et Jim se tratara, en un film con una puesta en escena sin subrayados ni extravagancias, bastante clásica, que se apoya mucho en la música, tanto de jazz como canciones populares, en un thriller sin duda distinto, sobre la delgada línea entre la legalidad y la ilegalidad, y la (im)posibilidad de la felicidad infinita, a su manera existencialista, en el que la tentación, en vez de vivir arriba, como en el clásico wilderiano, espera agazapada en una bolsa llena de dólares.
Buen trabajo actoral, en especial de Eduardo Bigliardi, como Román, actor fetiche de Moreno, para el que ha trabajado ya en varias de sus películas; también correctos Daniel Elías (Morán) y Margarita Molfino (Norma), en ese juego de anagramas borgesianos que tanto gusta al director.
(12-03-2024)
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