Aunque estaba ya previsto de inicio, el éxito en taquilla de Los Juegos del Hambreen 2012 (casi setecientos millones de dólares de recaudación en todo el mundo, sólo en salas de cine) reafirmó el proyecto de llevar a la pantalla la trilogía literaria homónima escrita por Suzanne Collins, best seller desde su llegada al mercado editorial en 2008. Tengo escrito, y no lo voy a retirar, que prefiero que los jóvenes lean, aunque sea las novelas de Harry Potter o, en este caso, la trilogía de Los Juegos del Hambre, a que no lean nada. Claro que sería mejor que leyeran La isla del tesoro o Las aventuras de Huckleberry Finn, pero menos da una piedra, y quien lee hoy, sea lo que sea, podrá leer mañana con mejor criterio, si se aficiona.
Las novelas de Suzanne Collins no son un prodigio; ni literariamente ni, me temo, en cuestión de originalidad: sus referencias (por no hablar de plagios, que es palabra demasiado fuerte, seguramente no del todo correcta: en una civilización de siete mil años como la nuestra, ¿qué es hoy por hoy realmente original?) son variadas y han sido ya detalladas ad nauseam. ¿Por qué, entonces, funcionan en el mercado? Probablemente porque son literatura fácil, sin muchas complicaciones, y dan emociones primarias sin pedir grandes esfuerzos al cacumen, dirigidas generalmente a públicos jóvenes que gustan de entretenimientos que no requieran pensar demasiado, quizá nada. En cine funcionan por igual motivo; aun requieren menos esfuerzo, sólo sentarse, comer palomitas y dejarse llevar por las peripecias.
Esta segunda parte de la trilogía (la tercera, Los juegos del hambre: Sinsajo, se está rodando ya, cuando se escribe este texto, y se dividirá en dos partes, a la manera como se hizo en las sagas de Crepúsculo o de Harry Potter, para rentabilizar –aún más…— la franquicia) se centra en la pugna que empieza a establecerse entre el poder (ese Capitolio, capital y centro neurálgico de la élite que domina un país empobrecido y dominado por una atroz dictadura) y la gente de a pie, cansada ya de tanta vileza, de tanta canallada, de tanta opresión. La protagonista, Katniss, que ganó los anteriores Juegos del Hambre contra toda esperanza, incluso con cambio de las reglas a mitad de partido por la jerarquía, empieza a convertirse en símbolo de la resistencia, de la larvada rebelión, quizá la líder de una revolución en ciernes. Así las cosas, el Capitolio urde una trama para acabar con esa creciente aunque aún latente disidencia, modificando de nuevo sus propias leyes para establecer una edición especial de los Juegos del Hambre, el llamado Vasallaje, en la que los jóvenes que se enfrenten serán extraídos exclusivamente de los ganadores de las anteriores ediciones, con lo que Katniss y Peeta, su amigo (que quisiera ser algo más que eso), habrán, de nuevo, de concurrir en un juego a muerte junto con los ganadores de los otros Distritos: sólo uno podrá salir vivo.
Ahora, sin embargo, como decíamos, la lucha se produce fundamentalmente entre los contendientes, que forman grupos de aliados, y el Capitolio, quien los acosa con pruebas de todo tipo, algunas curiosas (esa niebla venenosa que les produce horribles erupciones en la piel; esos pájaros que chillan imitando obscenamente las voces de los seres queridos de los combatientes), otras más pedestres (otra vez los monos feroces, como, sin ir más lejos, en After Earth).
Los Juegos del Hambre: En llamas tiene un director distinto al de la primera parte. Si en aquélla la batuta la llevaba Gary Ross, que tenía algunos títulos de interés, como Seabiscuit. Más allá de la leyenda, ahora es Francis Lawrence (nada que ver con la protagonista, a pesar de la coincidencia en el apellido), cuyos créditos no son nada del otro jueves: lo más interesante que ha hecho ha sido Soy leyenda, curiosamente otra distopía, ésta basada en un material literario bastante más noble, la novela homónima del gran Richard Matheson. Aquí se muestra como un profesional aplicado, sin grandes alardes de nada. Pone en pie lo que se le pide, un tebeo de corte distópico, con alguna intención de jugar con la filosofía de las grandes élites que dominan el mundo, ya sea en dictadura o democracia, pero está claro que lo que interesa aquí, a la productora, al director y al público, es la acción, la aventura, encontrarnos de nuevo a la protagonista venciendo las vesánicas trampas que el poder, el Poder, impone en su camino, ahora con la (no tan secreta) aviesa intención de acabar con ella y, de esta forma, aplastar la insurrección que se está gestando.
Filme que reventará taquillas pero no pasará a ninguna Historia del Cine, tiene un menguado interés y se olvida en cuanto se deposita el cartón de las palomitas en el contenedor ad hoc situado en la puerta del multicine. Triste destino de este cine de usar y tirar, de estos productos gestados por quienes ruedan películas como podrían dedicarse, con la misma intención, a fabricar embutidos: el fin es el mismo…
Lástima de reparto desaprovechado: aparte de Jennifer Lawrence, que ya nos ha demostrado que, con un buen personaje, puede estar espléndida (véase El lado bueno de las cosas), hay toda una pléyade de secundarios de lujo, desde el gran Donald Sutherland, que borda ese abyecto presidente totalitario en permanente estado de conspiración para perpetuarse por cualquier medio a los mandos de esta dictadura de plexiglás, hasta Philip Seymour Hoffman, un actor al que no recordamos haberle visto mal nunca, un intérprete que, probablemente, sea el mejor de su generación, la nacida en los años sesenta. Con papeles pequeños pero magníficamente servidos tenemos a otros secundarios de relumbrón como Stanley Tucci, Jeffrey Wright o Toby Jones. En fin, como se suele decir en estos casos, recordando El Cantar del Mío Cid: qué buen vasallo si tuviera buen señor…
Los Juegos del Hambre: En llamas -
by Enrique Colmena,
Nov 30, 2013
1 /
5 stars
Dictadura de plexiglás
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