A finales de los años sesenta parecía obvio que el musical, considerado a la clásica manera, había dejado de interesar al público, a pesar de que en la primera parte de la década el género había presentado algunos títulos que gustaron mucho, como Sonrisas y lágrimas, My fair lady y Mary Poppins, probablemente los cantos del cisne (junto a Camelot, ya en el segundo lustro de los sesenta) del concepto clásico de musical, que terminaría siendo arrumbado por una nueva forma de afrontar el género, mucho más libre, mucho menos encorsetada, como ya preanunció la magnífica West Side Story (versión de 1961, por supuesto), y que en los setenta ya remataría Cabaret, de Bob Fosse, que enunciaría el tipo de musical moderno que, con variantes, llega hasta nuestros días.
Por eso esta Hello, Dolly!, que no carece de interés, ni mucho menos, estaba ya fuera de onda cuando se rodó, en 1969, pudiéndose convenir que fue el último musical que pretendió mantener el concepto clásico del género, cuando ya era evidente que este no era el tiempo de los grandes del musical, desde Cantando bajo la lluvia hasta Siempre hace buen tiempo, pasando por Escuela de sirenas, Siete novias para siete hermanos, Melodías de Broadway 1955 o Un americano en París, por citar solo algunos muy diversos títulos de la época clásica. Porque, y esto es quizá lo que no entendieron los productores y cineastas que siguieron erre que erre con el concepto tradicional del género, el público de los años sesenta, ya casi setenta, no tenía nada que ver con el mucho más conformista de diez, quince, veinte años atrás, cuando el mundo era otro, antes de los fenómenos sociológicos que convulsionaron la sociedad: Elvis, el rock, los Beatles, los Rollings, el “hipismo”, la contestación anti-Vietnam, y otros elementos de rebeldía e inconformismo juvenil, acabarán con los muy conservadores criterios sociales, políticos y de costumbres de los años cuarenta y cincuenta.
En ese contexto, llevar al cine el musical homónimo de Broadway, estrenado en 1964, se reputó pronto como una operación (al menos económicamente) suicida; y, en efecto, la peli, con un presupuesto de 25 millones de dólares, recaudó en todo el mundo la bastante modesta cifra de 33 millones (fuente: The-numbers-com), fiasco comercial que puso fin a la carrera como director de Gene Kelly, al menos en cuanto al género musical; después de este film solo reincidiría con una comedia ambientada en el Oeste, El club social de Cheyenne (1970), y una recopilación (esta sí) del musical clásico, Hollywood, Hollywood (1976).
La historia se ambienta en Nueva York, en 1890, según indica un rótulo inicial. Conocemos a a Dolly Levi, que nos cuenta que es una mujer que arregla cosas, una conseguidora de todo, y especialmente una eficiente casamentera. Dolly viaja a Yonkers para cumplir un encargo que le han hecho, relativo a una boda con un solterón empedernido, que resulta ser Horace, empresario gruñón y avaro, quien por otra parte se niega a que su sobrina Ermengarda (que ya tiene tomate el nombre…) se case con su novio de toda la vida, Ambrose, por lo que quiere que Dolly, además de apañarle a él su boda (aunque Dolly tiene otra idea al respecto, que la incluye a ella como futura señora del cascarrabias…), se lleve a su sobrina a Nueva York, para separarla de su amado. Entre tanto, Cornelius y Barnaby, los dos empleados/esclavos de Horace, dos ingenuos sin experiencia alguna en chicas, deciden candorosamente boicotear esa tarde la empresa para tenerla libre y poder viajar a Nueva York a conocer féminas…
Estamos, efectivamente, ante un típico musical clásico, quizá el último que se hizo en Hollywood, un film un tanto acartonado aunque cae irremediablemente simpático. La coreografía es también un tanto anticuada, aunque también es resultona y agradable, manteniendo a todo trance la teatral cuarta pared en los números musicales, a la manera del género clásico de las décadas anteriores; una coreografía en la que, digámoslo pronto, aunque está firmada por el gran Michael Kidd, con cierta frecuencia se nota la mano de Gene Kelly, especialmente en números como el baile de los camareros en el Restaurante Armonía.
Por supuesto que la película se puede saborear como el producto (desde nuestra perspectiva, más de medio siglo después…) deliciosamente “vintage” que es, una cinta desenfadada, divertida, con un punto absurdo, no tomándose nunca demasiado en serio a sí misma (lo que no deja de ser un elogio…), aunque desde luego está hecha de forma solvente y profesional, y con un vestuario y una ambientación de época exquisita y muy cuidada, con modelitos femeninos muy elegantes y adecuadamente recargados.
Jugando astutamente con las escenas de enredo, de las que se vale sagazmente la casamentera para manipular a todo el mundo para que sirvan a sus intereses (en el fondo, el film no deja de ser un elogio a una manipuladora de libro, figura que en nuestro tiempo no goza de muchas simpatías…), lo mejor es sin duda la “joie de vivre”, la alegría de vivir que transmiten los vibrantes números musicales, con coreografías muy vistosas aunque ya resultaban un tanto pasadas de moda en su tiempo. Por supuesto, hay momentos de oro, como la escena en la que Barbra Streisand canta a dúo con Louis Armstrong la canción que da título al film, Hello, Dolly!, con un coro de camareros que idolatran a la cantante como la gran diva que ya en ese momento era.
Aparte de Streisand, que borda el personaje de Dolly, una mujer que pareciera haber comido lengua de gato viudo (lo que habla…), Walter Matthau resulta convincente en un papel, el de hosco cascarrabias, misógino, avaro, huraño, egoísta y faltón (en el fondo, una especie de Scrooge libérrimo, en ese sentido muy dickensiano) que, ciertamente, interpretó más de una vez (y de dos…) a lo largo de su carrera. Eso sí, Streisand y Matthau, abocados por el guion a ser pareja en el film, tienen tanta química entre sí como el agua y el aceite: pocos errores de casting tan clamorosos como este, no porque cada uno por su lado no lo hiciera bien (que lo hacía estupendamente), sino porque la mera suposición de que sus personajes, interpretados por ellos, pudieran tener ni el más mínimo arrumaco sentimental, resulta de una imposibilidad física e incluso metafísica...
Bien el resto del reparto, como la pareja de pánfilos empleados/esclavos de Horace, Michael Crawford y Danny Lockin, dos deliciosos tontitos que intentan darse una alegría en la vida, con (inicialmente) catastróficos resultados, aunque después (esto es una comedia musical, mecachis…), por supuesto, todo se arregle y sean felices y coman perdices…
(20-06-2025)
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