El hermoso nombre de la mansión de la hitchcockiana Rebeca, que se iniciaba con aquel nostálgico verso ("Anoche soñé que regresaba a Manderlay") es el nombre ficticio que Lars Von Trier imagina para el pueblo en el que se desarrolla la segunda parte de lo que él ha venido a denominar Trilogía Americana. La primera entrega fue la sorprendente Dogville, donde ya utilizaba la misma técnica que en este segundo capítulo, una escenografía plenamente teatralizante, estilizada hasta el minimalismo, con un vasto (que no basto...) escenario sin cuarta pared, en cuyo suelo están pintados los límites de las casas, sin muro alguno. El decorado es el adecuado para esta nueva fábula sobre el alma de Estados Unidos; si la primera entrega era la historia de la explotación (laboral, sexual, emocional) de la mujer, este segundo capítulo trata, nada menos, que de la esclavitud y la libertad, y de la dificultad, quizá la incapacidad, para pasar de la primera a la segunda sin transición. Tesis ciertamente vidriosa donde las haya, ha causado enojo en la comunidad afroamericana (vamos, la comunidad negra USA, para entendernos), si bien es cierto que Von Trier no aboga necesariamente por ello sino que expone esa posibilidad enfrentándola a la más esperanzada (y, por ello, en la que necesitamos creer, sea o no cierta) de que el ser humano, en estado de esclavitud, puede virar hacia el estatus de hombre libre sin por ello perecer en el camino. Filosofías (y, me temo, ideologías) aparte, Manderlay mantiene el mismo tono hiperrealista que ya hizo atractiva a Dogville, y juega con curiosos recursos cinematográficos que trascienden el alma teatralizante de este peculiar drama; si en la primera entrega los referentes en el contenido eran los grandes dramaturgos escandinavos, ahora quizá lo sean los novelistas del realismo norteamericano, desde Faulkner a John Dos Passos, pasando por Steinbeck. Bryce Dallas Howard, la aventajada hija del director Ron Howard, toma el relevo en el personaje principal, interpretado en la primera parte por Nicole Kidman, y lo hace con la solvencia y profesionalidad de quien está llamada a ser una de las grandes actrices de esta década y las siguientes. El resto del reparto es puro lujo: desde una mínima intervención (pero tan agradecida) de la vieja y sabia Lauren Bacall, a grandes del cine de ayer y hoy: no sólo Danny Glover o Willem Dafoe, sino gente señera, por motivos tan diferentes, como Chloe Sevigny, Udo Kier o la espléndida voz de John Hurt.
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