Desde hace ya varios años se alterna el Woody que gusta (no tanto como en sus grandes obras maestras, de las que hace ya demasiado tiempo) y el Woody que aburre. Es muy fácil de saber cuál es cada uno: basta con leer la crítica que sobre el filme en cuestión escriba cualquier crítico rendido al cineasta neoyorquino (no es difícil: son legión). Si el susodicho le da cinco estrellas, la máxima puntuación, entonces es un Woody que gusta. Si le da cuatro estrellas, la segunda mejor calificación, entonces es un Woody que aburre.
Efectivamente, este Midnight in Paris (como sabemos, la lengua oficial en España es el inglés, y por eso lo lógico es que los títulos se mantengan en su lengua vernácula: recua de carajotes…) ha cosechado cuatro estrellas por doquier, en todos esos críticos convertidos a la Iglesia de la Woodyología, donde Allen es su dios y medio millón de críticos sus profetas…
Pero habrá que decir las verdades del barquero: el crítico ha de ser justamente eso, crítico. Las actitudes prejuiciosas están de más en quienes se supone que estamos precisamente para formar e informar (gracias, Vida de espectáculos…), para orientar, para desbrozar algo la tupida tela de araña cinematográfica. Si cualquier parida que se le ocurra al bueno de Woody (por lo demás autor de algunas obras espléndidas, desde Manhattan a La rosa púrpura de El Cairo) es recibida como la mayor de las obras maestras, ¿dónde queda el criterio crítico del crítico, si vale la redundante cuasi aliteración?
El nuevo filme de Woody, en otras manos, sería una comedia menor, pretenciosa, petulante y burdamente superficial; al venir firmada por Allen parece como si la bosta de vaca se convirtiera en riquísimo chocolate; pues no, hiede que tira de espaldas.
La trama es infantil, con ese mamarracho (otro “alter ego” woodyano, aquí uno de los peores, un Owen Wilson que está mucho mejor cuando hace de memo en comedias descerebradas) en París con su novia y sus futuros suegros, estos últimos podridos de dinero y con serias dudas sobre si su niña ha escogido bien prometiéndose con un escritorzuelo del tres al cuarto. El novio, algo desafecto por la aparición guadianesca de un petimetre con ínfulas, da en pasear a medianoche por la Ciudad de la Luz, siendo recompensado con inopinadas visitas nocturnas a otro tiempo, el París de los Años Veinte, para él la mejor de las épocas posibles. Allí se encontrará, entre muchos “ahhh” y “ohhh”, a personajes famosos de la época, de Scott Fitzgerald a Hemingway, pasando por Buñuel, Picasso, Dalí (un ridículo Adrien Brody) o Gertrude Stein (una Kathy Bates que parece disponerse a freír buñuelos de un momento a otro).
Y así toda la trama: nos aburrimos con esos actorzuelos (porque, salvo Bates y en menor medida Brody, todos son de un penco insoportable) haciendo como que son figuras inmortales de la literatura, el cine y la pintura, con el protagonista asombrándose permanentemente, y nosotros también; claro que en nuestro caso el asombro se produce ante la inenarrable pérdida de talento de uno de los cineastas más interesantes que dio el cine yanqui en los años setenta, pero cuya gasolina, a lo que se ve, sólo le ha durado con poder de combustión hasta los años noventa, entrando después en un estado (por seguir con el símil automovilístico) en el que el motor se gripa cada dos por tres.
En fin, una pena: con decir que lo mejor del filme alleniano son los bellísimos paisajes urbanos parisinos que preceden a los títulos de crédito iniciales, está todo dicho.
(24-05-2011)
94'