Pelicula:

CINE EN SALAS

A veces hay quien opina (hoy día todo el mundo opina de todo: en mi tierra decimos, “maestro de , oficial de ...”) que la formación no es importante para desempeñarse en cualquier actividad. Puede ser que haya algún caso así, y en cine en concreto a veces ocurre. Pero, por lo general, no se suele ser director interesante (por fijar el tema del que estamos hablando) si previamente no has tenido una buena formación cinematográfica. He aquí un caso que nos parece paradigmático: Erwan Le Duc (Les Lilas, Francia, 1977) es un cineasta cuya llegada al mundo audiovisual no estuvo acompañada de la correspondiente educación en tal disciplina; de hecho, se graduó en Ciencias Políticas, así que nada que ver (o a lo mejor sí, irónicamente...) con el mundo del cine. Tras desempeñarse como periodista y diplomático (tareas también bastante dispares...), nuestro hombre recuperó una antigua fascinación por el cine que le vino tras la visión, cuando era adolescente, de Pierrot le fou, de Godard (eso sí, un cuarto de siglo después de que el cineasta parisino la rodara...).

Desde entonces Le Duc viene ejecutando una cierta carrera como guionista y director, primero con una serie de cortos, y, desde 2019 con dos largos, Perdrix, comedia absurda con mucho personal en bolas, y este No hay amor perdido, más dos miniseries, Bajo control y Le monde n’existe pas. Pero, a la vista de este film, nos parece que a Le Duc, aparte de la fascinación por uno de los títulos seminales de Godard, le hubieran venido bien unas clasecitas de una cosa que se llama Guion, y también Puesta en escena, y a ser posible de esa rareza, Amenidad, que tanto escasea últimamente...

Y mira que la cosa empieza bien, o al menos de forma peculiar: un primer plano sobre el rostro del protagonista, Etienne (Nahuel Pérez Biscayart) nos informa que tiene 20 años (aunque Nahuel tenía en realidad en ese momento 37: lo que es tener cara de niño...); lo vemos en actitud expectante, en medio del campo. Le viene un balón de reglamento y le da con todas sus ganas; poco después, cuando va a buscarlo, el esférico le ha llegado a una chica, Valérie, que está pintando en medio de la floresta, y hace un trazo rojo sobre la pelota. Ya los vemos a los dos enamorados, y poco después, con una apreciable elipsis, con un bebé, Rosa. Algo más tarde, en una visita a los padres de él, con la niña, Valérie va a por tabaco (bueno, su equivalente actual, a aparcar...) y no vuelve. Etienne no hace un drama del tema (al menos exteriormente...) y se dedica a criar a su hija mientras ejerce profesionalmente como entrenador de futbolistas infantiles y aficionados. Cuando Rosa crece y está a punto de comenzar su carrera universitaria, la relación entre ambos empieza a cuartearse al ver Etienne en la tele, en un programa grabado en Portugal, a Valérie...

Lo decíamos (quizá alambicadamente...) antes: esta es una película eminentemente aburrida. Y lo peor es que, como decíamos también, empieza entonadamente: sus primeros minutos están hechos a base de imágenes, prácticamente sin diálogo alguno, y eso nos permite enterarnos sin problemas del flechazo del entrenador tuercebotas con la pintora, del fruto de ese amor, esa bebé que parece colmarlos a ambos, aunque también vemos cierta desafección, en mínimos detalles (alguna mirada extraña, cierta falta de cariño, de calor, hacia la bebé), de la madre respecto a la hija, que después tendrá su plasmación en ese “voy a aparcar” que ya suena ominoso: hasta luego, Lucas, o Etienne, y Rosa. Pero a partir de ahí, cuando, 16 años después, vemos ya al amoroso progenitor y a su hija, teóricamente uña y carne tras haber ejercido él de padre y de madre, la historia empieza a flojear: pronto veremos que el tema central, sobre el que va a pivotar todo, será la sobreprotección (comprensible, ciertamente, vistas las circunstancias...) que Etienne desarrolla sobre su hija, aunque sea una sobreprotección moderna: no le dice a la adolescente que no se acueste con el noviete que tiene, sino que, si lo hace, se lo diga. Pero Etienne, pronto lo vemos, es atosigante, siguiendo a la hija hasta las puertas de clase del instituto, y cosas por el estilo. Además de eso lo veremos ejerciendo de entrenador futbolero, con muchos gritos a sus pupilos y pocos resultados, además de su intención de comprar una casa nueva y vender la antigua, la relación sentimental con una taxista, Hélène, etcétera...

Pero todo eso que se nos cuenta, la verdad, se nos da una higa, no terminamos de pillarle el punto a esta historia de supuesto (y metafórico, claro está...) corte del cordón umbilical del padre con la hija, y no digamos ya en su tramo final cuando el pater abandonado se obsesiona porque Rosa conozca a la madre que se fue y no ha tenido interés alguno por saber la suerte que han corrido los que fueran su pareja y su hija. Esa obsesión, que por supuesto no tiene visos de realismo, sí que es tan fantasiosa como buena parte de la película, probablemente sin pretenderlo, como el personaje del novio, o lo que sea, de Rosa, un chico francés de obvios ancestros árabes, obsesionado (ahí es nada...) por el concepto del “amor cortés”, aquel movimiento entre lo literario y social que hizo furor en la Europa medieval, el amor puro entre el trovador y su dama, un amor platónico en el que el mero roce estaba vedado (de follar ya ni hablamos...); o la escena con la alcaldesa, que da vergüenza ajena, mayormente por el personaje de la primera edil, tan idiota que parece una politicastra (o politicastro...) española, de estos que nos atormentan hoy día y que confirman plenamente el aserto marxista (línea Groucho), que vino a decir que los políticos son aquellos que crean problemas donde no los hay (y eso que Groucho no conocía a nuestra actual casta política...).

La película, así, se desliza perdiendo cada vez más el rumbo, con una parte final, un desenlace, en el que ya se entra casi en la imposibilidad metafísica, como esa caída por una escalera como de cuarenta peldaños de la que el protagonista sale como si nada (bueno, un poquito de vómito, que tiene que parecer ¿real?), o la última secuencia, que no destriparemos (aunque ganas nos dan...), pero que está finiquitada de la manera más improbable, más marciana que se pueda imaginar.


Los intérpretes hacen lo que pueden con sus “no-personajes”: a Nahuel Pérez Biscayart, quizá el actor argentino (aunque de carrera cosmopolita) más interesante surgido en los últimos años, y al que admiramos en películas como 120 pulsaciones por minuto, aquí lo vemos un tanto desorientado, pero no es su culpa, sino de su personaje, tan incoherente, tan falto de verdad como la película en sí.

(14-02-2025)


 


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90'

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No hay amor perdido - by , Feb 14, 2025
1 / 5 stars
...pero sí película aburrida...