El Reino Unido tiene una larga tradición literaria sobre la sordidez y la pobreza extrema, tradición de la que quizá su epítome sea Charles Dickens, varias de cuyas narraciones (cfr. Oliver Twist y David Copperfield, tangencialmente también Cuento de Navidad, entre otras) muestran un universo donde la miseria, la crueldad gratuita y el dolor físico y moral están a la orden del día. Como quizá no podría ser de otra forma, esa tradición ha sido heredada por el cine británico, en obras como varias de las de Ken Loach (véanse Lloviendo piedras, Ladybird, Ladybird, Mi nombre es Joe, entre otras), de fuerte carácter de denuncia, pero también en algunas películas de Stephen Frears (por ejemplo, La camioneta y Liam), que priorizaba el tono dramático sobre el reivindicativo.
También Ray y Liz bebe, libérrimamente, en esa misma tradición sobre la sordidez, en una época, la thatcheriana, que fue una de las peores que en ese aspecto se han vivido en el Reino Unido en el último medio siglo, al prácticamente abandonar a su suerte el gobierno de Margaret Thatcher a las clases más desfavorecidas, más desvalidas, en un tiempo en el que el mercado y el neoliberalismo rampante de la posteriormente nombrada baronesa recortó drásticamente los recursos que el Estado destinaba a proyectos sociales y de asistencia.
En ese contexto histórico, en los West Midlands, región situada en el centro de Inglaterra, a principios de los años ochenta, vive en un hogar social una familia formada por la madre, Liz, fumadora empedernida y con pocas luces; el padre, Ray, con también escasas entendederas; dos hijos, uno adolescente, Ric (que será de mayor el director de la película) y otro como de diez años, Jason, al que llaman Jay. Tienen otros familiares, como Lol, borrachuzo y aún con peor coeficiente intelectual que el resto, y Will, un veinteañero zángano, trápala, con tendencia a la picaresca cuando no al crimen. Además, en el hogar conviven todo tipo de animales: perros, gatos, conejos, pájaros, caracoles... En ese pavoroso escenario, que los niños tengan una vida más o menos normal sería un prodigio que, ciertamente, no se produce...
Richard Billingham, el director y guionista del film, debuta en ambas tareas con esta su primera película. Billingham es fotógrafo de profesión, y lo cierto es que no solo supo salir con bien de aquel infierno que llamaban hogar, sino que incluso ha sacado petróleo de tal situación, pues en buena medida su obra como fotógrafo, y ahora también como cineasta, se remite incesantemente a aquellos años de su vida que convivió con unos progenitores que difícilmente podían cuidarse de sí mismos, cuánto menos de los hijos que tenían a su cargo.
Tiene el valor Ray y Liz de la denuncia que realiza, con un caso real que el autor sufrió en sus propias carnes, del hecho de que existan personas que, careciendo de capacidad alguna para tutelar, cuidar y formar a menores, sin embargo lo hagan, por ignorancia supina, por un analfabetismo real o práctico que les debiera invalidar para tareas de este jaez; pero también denuncia de un sistema gubernativo que no vela adecuadamente para que no se den situaciones de este tipo y, si se dieran, afrontarlas con rapidez y eficacia.
Billingham, como cabría esperar, no es precisamente una joya como guionista ni como director. Su historia es reiterativa, repitiendo conceptos que nos quedan claros desde el primer momento, como la inacción de los zopencos progenitores o el alcoholismo del padre, sin que tenga que estar insistiendo permanentemente en ellos, y la historia funciona más por acumulación de escenas llamativas, cuando no estrafalarias (que se intuye fueron algunas de las que se grabaron a fuego en su mente adolescente), como la de la borrachera de Lol que fuerza la trapacería de Will, o el chili picante en la boca del padre roncador, que por la coherencia que debe exigirse a una narración al uso. Por supuesto, la puesta en escena es desaliñada, torpe, la que cabría esperar de alguien que no conoce bien (ni mal) el lenguaje cinematográfico.
Sin embargo, y por encima de esos defectos, evidentes y que empañan el resultado, lo que queda es un retrato de realismo sucio bastante efectivo, que no efectista. De esta forma nos hacemos una idea cabal de qué clase de infierno sería la vida de este Richard Billingham y de su hermano menor, y qué clase de alineamiento de astros debió concurrir para que el adolescente consiguiera escapar de un destino que, a la vista de los mimbres con los que se tejía, se adivinaba pavoroso.
Los intérpretes, en su mayoría escasamente conocidos, están bien, aunque es evidente que están dejados de la mano de Dios (o del director, para ser más exactos), con lo que actúan más bien por intuición que por una efectiva dirección de actores.
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