Bruce Willis hizo al principio de los años noventa, cuando aún tenía pelo y parecía que podía refrescar el cine comercial, una película que fue un completo fracaso. Se titulaba El gran halcón, y era un disparate que combinaba acción y comedia (tirando a surrealista), y que en más de una ocasión daba la impresión de haber sido concebida durante un chute lisérgico o en un brote de delirium tremens. No sé si este Robert Schwentke, alemán emigrado a Hollywood, vería aquel filme de Michael Lehman en su Stuttgart natal, pero en cualquier caso parece que hay algunos puntos de vinculación, porque aquí también hay comedia, acción (con la espectacularidad desmedida que exigen estos tiempos donde todo tiene que ser “bigger than life”) y varios actores de cierto relumbrón para cobijar a la “star” de turno, para la ocasión un Willis bastante más fondón y deteriorado que aquel que entonces aún podía considerarse una gran (o pequeña…) esperanza blanca.
Pero tampoco hay mucha más relación entre los dos filmes, entre otras cosas porque Lehman, aunque un poco tarambana, era un cineasta sólido y creativo, al que el fracaso comercial de aquel filme y de otros posteriores confinó en la televisión; afortunadamente, diría más de uno, porque ha sido y es uno de los fautores de series tan reconocidas actualmente como True Blood, Californication o El ala oeste de la Casa Blanca. Schewntke, en cambio, apenas tiene un par de títulos conocidos, y no son precisamente como para tirar cohetes (veánse Plan de vuelo: desaparecida o Más allá del tiempo), y en este caso tampoco ha dado su do de pecho.
Así las cosas, esta adaptación del cómic de igual título, original de Warren Ellis, tiene de interés ver a algunos de los mejores actores mayores de Hollywood (nos referimos, claro, a Morgan Freeman, John Malkovich y Helen Mirren) haciendo papeles que habitualmente hace gente con cuarenta años menos, y además haciéndolo razonablemente bien, gracias al tono satírico que recorre en todo momento la película, y que es su mejor virtud, no tomarse en serio nunca. Pero, claro está, no es suficiente.
Aunque, si tuviera que decir algo que realmente me ha gustado de este por lo demás olvidable filme, tendré que decir sin ambages que ha sido volver a ver en una pantalla grande a ese gigantesco actor de la edad dorada de Hollywood, Ernest Borgnine, en un personaje pequeño que él hace enorme. Porque ves a Borgnine, y además de ver a uno de los más grandes secundarios que haya dado el cine, recuerdas que trabajó con gente irrepetible como Joan Crawford, Burt Lancaster, Deborah Kerr, Mongtomery Clift, Gary Cooper, y un larguísimo etcétera del mejor cine norteamericano. ¿Cómo, entonces, no sentir un tan gran regocijo viéndolo en pantalla a sus noventa y cuatro años, tan pimpante?
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