Enrique García llamó la atención hace unos años con su debut en el largometraje de ficción, 321 días en Michigan (2014), que supuso una bocanada de aire fresco en el cine español, por su temática (cárcel de hombres, escasamente transitada por nuestro cine, salvo gloriosas excepciones como Celda 211), por su puesta en escena, por conseguir momentos de genuina emoción. Con Resort Paraíso hace su segundo largo, y debemos decir pronto que esta vez, me temo, su interés es claramente inferior.
Y eso que el film no puede comenzar mejor, con la presentación de un accidente fatídico que arrebatará traumáticamente la vida del hijo de los protagonistas, provocada por una de esas estupideces del ser humano (mayormente en su edad adolescente, aunque no es exclusivo), dada con una economía de lenguaje encomiable, jugando con una aterradora elipsis y fijando después el horror absoluto en el rostro mudo y demudado de Pablo, el padre recién convertido en huérfano de hijo. Damos entonces un salto en la narración de dos años, hasta el momento en el que cierra el hotel de la Costa del Sol donde trabaja Eva, la esposa y madre, respectivamente, de Pablo y del niño fallecido en el accidente. El hotel cierra sus puertas hasta primavera, lo que aprovechan Pablo y Eva para mudarse clandestinamente a una de las habitaciones, donde él intentará terminar su tesis. Durante cierto tiempo consiguen eludir a los vigilantes jurados, pero un día uno de ellos, Saúl, los descubre. En principio, los deja seguir viviendo allí, pero su presencia empieza a ser atosigadora para la pareja: lleva al hotel a mujeres para correrse orgías, constantemente está rondando a Eva y, en general, les va haciendo la vida imposible.
Lo curioso es que Resort Paraíso parte de mimbres y temáticas interesantes. El hecho de que reproduzca, aproximadamente, la situación de El resplandor, con una pareja (en la película de Kubrick, sobre la novela de King, también había un niño de corta edad, curiosamente parecida a la del niño muerto de este film) viviendo en un hotel totalmente vacío, podría hacer suponer que se va a transitar por la senda del terror kingiano-kubrickiano, pero pronto se aprecia que los tiros no van por ahí; por el contrario, parece que el tema pudiera ser la desafección de él hacia ella, incluso con escenas de rechazo sexual, incapaz Pablo de sobreponerse a la brutal pérdida de su hijo. Pero el film no tarda en cambiar de registro, y parece entonces, con la irrupción del segurata Saúl, convertirse en una película “de intrusos”, en ese subgénero del thriller irisado de terror que hizo furor fundamentalmente en los años noventa en filmes como De repente, un extraño (1990), La mano que mece la cuna (1992) o Mujer blanca soltera busca (1992). Con ese giro en el guion se gana en intriga, con el vigilante que pronto se muestra como un tipo autoritario, de suaves maneras pero aviesas intenciones, lúbrica tentación para la necesitada esposa a la que el marido olvidó sexualmente.
Pero en el último tramo el film se despeña por el “gore” más elemental, cuando el vigilante asoma definitivamente la patita de su temperamento sádico y se entra en una espiral de violencia no precisamente bien filmada, con un generoso reparto de casquería de una cutrez que habrá que achacar a los escasos medios económicos manejados, y con una pérdida de interés en beneficio del más elemental cine de “psycho-killers”. Llegados a este punto, García pierde el control del film y la historia se deshace en un cúmulo de insensateces que invalida la mayor parte de las cosas interesantes apuntadas durante la primera mitad de la película.
Y es una pena, porque Enrique García sabe filmar, sabe contar historias con un genuino lenguaje cinematográfico, es un hombre con ideas que, sin embargo, habrá de aprender a canalizar adecuadamente. En la interpretación destaca la siempre estupenda Virginia de Morata, que ya estaba muy bien en la mentada 321 días en Michigan. Muy por debajo los dos varones, Rafa Romero-Castillo y Héctor Medina, ambos en niveles cuasi amateurs. Incluso un actor ya más que bragado como Aníbal Soto, aquí en un rol secundario, está de lo más envarado y poco creíble.
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