Esta película está disponible en el catálogo de Netflix, plataforma de Vídeo Bajo Demanda (VoD).
Bajo la enseña de Bad Robot, la productora de J.J. Abrams, generalmente, suele haber buen cine. Y es que a este productor, guionista y director neoyorquino (aunque criado en Los Ángeles) le pasa lo que a Steven Spielberg, que tiene un excelente olfato para hacer películas, ya sea produciéndolas, escribiéndolas o dirigiéndolas, o todo ello a la vez. En el caso de este The Cloverfield paradox se limita (por decir algo...) a producirla, pero es evidente que ahí está su sello, un sello que se caracteriza por ser siempre intrigantes historias fantásticas o (más frecuentemente) de ciencia ficción, con tramas que prenden al espectador y no lo sueltan hasta el final, con personajes bien delineados, con trasfondo, pero sin hacerlos demasiado complejos.
Todo ello está en esta interesante, a ratos subyugante The Cloverfield paradox, y que plantea un mundo futuro en el que la ausencia de energía hace que la última oportunidad que la Tierra se da es la de activar en el espacio, en una gigantesca estación espacial que orbita el planeta, un acelerador de partículas, el llamado Shepard, que generaría una cantidad ilimitada de energía limpia y gratuita para toda la población terrestre. En ese contexto, Hamilton, una oficial científica afroamericana marcha a la estación, dejando a su marido en la Tierra; en la estación se une a un grupo variopinto: otro afroamericano, que es el capitán de la nave, un hispano, un WASP, un ruso, un alemán y una china. Realizan varios infructuosos intentos de poner en marcha el Shepard para dar al planeta la energía que tanto necesita; antes de que se haga una última intentona, ven en una emisión llegada desde la Tierra que un científico advierte de la posibilidad de que el funcionamiento del acelerador de partículas pueda afectar al espacio-tiempo y a distorsionar el universo conocido e incluso que se puedan producir imprevisibles intersecciones entre universos paralelos...
The Cloverfield paradox se reputa la tercera parte de una trilogía muy libre que encabezaría Monstruoso (2008), titulada Cloverfield en el mercado anglosajón, rodada con el sistema del “found footage” o “falso metraje encontrado”, en el que, en una Tierra devastada, lo que queda de la administración yanqui encuentra una grabación de vídeo doméstico en la que se recogen los hechos que iniciaron la debacle del planeta, con la aparición de un gigantesco monstruo y toda una barahúnda de bichos de menor tamaño pero no menos letales que asuelan Nueva York; la segunda parte de la trilogía sería Calle Cloverfield 10 (2016), en la que el que parece un pirado secuestra a una chica y la esconde en un búnker bajo tierra, argumentándole que la ha salvado de un apocalipsis desatado en el exterior. Con esta tercera parte, J.J. Abrams, a través de su productora Bad Robot, presenta una nueva aproximación a ese apocalipsis polimorfo que es, en definitiva, el universo Cloverfield, ambientándola en esta ocasión de forma mayoritaria en una estación espacial que icónicamente trae recuerdos de la famosa nave de 2001. Una Odisea del Espacio (1968), de Kubrick.
La historia es ingeniosa, y su puesta en escena de la mano del cineasta afroamericano Julius Onah, pertinente. El director opta con buen criterio por tensionar una historia en la que apenas hay tregua, salvo las primeras escenas en las que conocemos a Hamilton, su marido y las razones por las que, a pesar de que podría haberse quedado en la Tierra, decide, de común acuerdo con su hombre, viajar al espacio para intentar solucionar el gravísimo problema que tiene el planeta, donde la escasez de energía ya está provocando los primeros roces entre países, en un clima prebélico que no hace augurar nada bueno.
La intriga está bien dosificada, con un guion de Oren Uziel que se ve trabajado y pulido, y las diversas peripecias que van surgiendo con las intersecciones de universos paralelos van implicando paulatinamente conflictos emocionales para algunos de los componentes de la tripulación, singularmente la protagonista Hamilton, que se verá escindida entre la posibilidad de recuperar lo más querido o volver al mundo en el que se lame las heridas por una tragedia sin nombre.
Onah, como director, tiene todavía una exigua carrera en el formato del largometraje, aunque su filmografía en cuanto a cortos es ya dilatada; sin embargo, en contra de lo que suele suceder con los cortometrajistas, cuando ha pasado al largo lo hace con solvencia, con ritmo, con seguridad, utilizando convenientemente la hora y media larga que ha tenido a su disposición, sin que en ningún momento aflore la impresión de que generalmente se mueve en metrajes mucho menores.
Notables efectos digitales y muy interesante composición de Gubu Mbatha-Raw en el papel principal, una Hamilton que combinará su rígida eficacia profesional con su lado más humano, más vulnerable. Del resto me quedo con un Chris O’Dowd que pone la nota de cierto humor, el mecánico de la nave que padecerá un extraño accidente de notorias consecuencias. También es llamativa la presencia de la actriz china Zhang Ziyi, que se dio a conocer a principios de siglo en algunas películas de Zhang Yimou, aquí en un personaje de científica que siempre habla en su lengua vernácula a sus colegas, que la entienden perfectamente aunque entre ellos hablen siempre en inglés como “lingua franca”: prodigios de los tiempos modernos...
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