François Mauriac, una de las grandes plumas de la literatura gala del siglo XX, ha sido sin embargo poco versionado al cine, aunque sí se ha llevado con fruición a la pequeña pantalla en numerosas TV movies y series televisivas. Curiosamente sólo dos de sus novelas se han llevado a la pantalla grande, Les anges noirs y Thérèse Desqueyroux, en este último caso en la adaptación que llevó a cabo Georges Franju en 1962, con el título en España de Relato íntimo y con Emmanuelle Riva y Philippe Noiret al frente del reparto.
Esta nueva (y, digámoslo ya, notable) versión de una de las más prestigiosas novelas de Mauriac fue el canto del cisne (murió el mismo año 2012) de su director, George Miller, que no tuvo la consideración de sus coetáneos Truffaut, Godard, Resnais o Chabrol, pero que tuvo una altura equiparable a estos grandes nombres del cine francés de la segunda mitad del siglo XX. Miller, lamentablemente, permanece inédito en su gran mayoría en España; sólo algunos de sus filmes, como su primerizo La mejor manera de andar (1976), La pequeña ladrona (1988) y poco más, se ha podido ver en condiciones comerciales más o menos razonables.
En Thérèse D. se mezclan, pues, dos sensibilidades extraordinarias, la del escritor, en la cima de su prestigio, con su novela más preciada, y la del cineasta al final de su carrera, decantado ya plenamente su talento de cualquier ganga. Aunque no necesariamente la suma de maestros da una obra maestra, en este caso podemos afirmar que se roza la excelencia. El filme narra una historia ambientada en su mayor parte en los años veinte, en la década feliz en la que Francia, tras derrotar (con la inestimable ayuda de Estados Unidos y el Reino Unido) a Alemania en la Gran Guerra, vivía idílicamente como si la prosperidad y el bienestar fueran a ser para siempre. En ese ambiente, dos ricos herederos de sendas explotaciones coníferas (verbigratia pinos), él y ella, dan en casarse para unir sus posesiones. Pero la joven conocerá, por persona interpuesta, la voracidad de una pasión como un torrente, a través del amor que su amiga del alma (a la sazón hermana de su futuro marido) experimenta hacia un joven, un marginado social, que no económico. De esa experiencia de su amiga, y de su comparación con la rutina indolente y vacía de su propio matrimonio, nacerá en la protagonista un instinto entre nihilista y homicida, que a punto estará de causar una tragedia, tal vez una liberación.
Con mimbres que podrían hacer pensar en un folletón melodramático tan del gusto de la literatura del siglo XIX, pero también de principios del XX, sin embargo la película de Miller se convierte pronto en una callada exploración sobre las motivaciones del ser humano, sobre la angustia de vivir, o de no vivir, sobre la necesidad casi fisiológica, además de sentimental, de la pasión, sobre la exigibilidad de la aventura en la vida, sobre la incapacidad para ser, convertirse en mariposa a la que cazar y momificar.
Película serena, sin embargo tan interiormente dolorosa, Miller se apoya con buen criterio en una Audrey Tautou a la que la película revela como la actriz dúctil y de recursos callados pero certeros que, desde luego, no parecía ser cuando protagonizó Amelie. Thérèse D. resulta ser, de esta forma, una hermosa, lacerante, tan amarga crónica de una mujer aherrojada por mor de su intento desesperado de escapar de la nada.
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