CINE EN PLATAFORMAS
ESTRENO EN FILMIN Y MOVISTAR+
Aunque nacida en Corea del Sur en 1988, la directora Celine Song tiene nacionalidad canadiense, habiendo emigrado al país de la hoja de arce siendo niña con su familia, asistiendo a la Universidad Queen de Ontario, para después completar su formación en la prestigiosa y neoyorquina Universidad de Columbia, en Estados Unidos, país en el que se ha afincado, y desde el que nos llega esta sensible muestra de cine dramático a la vez que, a su manera, cine romántico, un film que está gustando do quiera se exhibe, y con razón.
Song se desempeñó profesionalmente en sus inicios como dramaturga, disciplina en la que se había graduado en Columbia, para después, sin abandonar las tablas teatrales, adentrarse también en la realización de productos audiovisuales, tarea en la que, a la vista de esta su primera película, promete muchísimo.
La historia se abre con un plano medio, estático, en el que vemos a tres personas departiendo en una barra de bar; mejor diremos dos personas departiendo, un chico y una china coreanos, ambos treintañeros, mientras un tercero, un norteamericano blanco, de etnia judía, está con ellos pero no participa apenas en la conversación; una voz en off nos habla precisamente de esa circunstancia, de cómo esa tercera persona, estando, no está... Damos un salto al pasado y nos situamos en Seúl, la capital de Corea del Sur, más de dos décadas atrás, a finales del siglo XX: allí conocemos a dos niños, chico y chica, en torno a los 12 años, que caminan de vuelta a casa tras salir del colegio; ella va llorando porque no ha sido la primera en las notas del examen, mientras el chico, que es el que suele quedar segundo, aunque esta vez ha sido el primero, le dice que él no llora cuando no consigue la primera posición. Poco después nos enteramos de que la familia de la niña planea marcharse a Canadá para ampliar los horizontes profesionales de los padres; cuando ello sucede, la relación entre la niña y el niño, hasta entonces entrañable, se rompe por la enorme distancia kilométrica que se establece entre los dos. 12 años después ambos retoman su amistad a través de las entonces emergentes redes sociales, e incluso mantienen una relación cibernética a través de Skype, pero cuando ella (que desde que está en Canadá ha tomado el nombre occidental de Nora) se casa con un neoyorquino, Arthur, esa relación se diluye. Otra decena de años más tarde, el joven coreano, Hae Sung, visita Nueva York, y el encuentro con Nora es inevitable, aunque también, calladamente, tan deseado por ambos...
Parece milagroso que una cineasta que hasta ahora solo había hecho una serie (La rueda del tiempo), haya sido capaz de rodar esta delicada filigrana que es Vidas pasadas, un romance, pero también un drama, que a su vez ni es romance ni es drama, es otra cosa indefinida, pero no por más inclasificable menos interesante. Porque Vidas pasadas habla de muchas cosas: de amor, claro, pero de amor que no necesariamente (ni siquiera de manera alguna...) es amor físico, sino amor espiritual; no hablamos de amor platónico, sino del amor que pudo haber sido y no fue. En la película se habla del famoso “y sí...”, para imaginar qué pudo haber ocurrido si la familia de Nora no hubiera emigrado a Canadá, si ella no se hubiera alojado en una residencia para artistas donde conoció a Arthur, si ambos no hubieran congeniado como los dos únicos célibes del lugar, si no se hubieran convertido en follamigos, a falta de otras posibilidades sexuales, si, por mor del derecho a la residencia en los USA, no se hubieran casado. Qué hubiera pasado si... esa es una de las líneas maestras de este relato, pero no la única, y seguramente ni siquiera la más interesante; porque más subyugante será la posibilidad de que, efectivamente, los humanos tengamos miles, millones de vidas pasadas (y, ¡ay!, futuras...) en las que quizás coincidiéramos no de forma romántica, sino meramente aproximativa: en un momento de la trama, los amantes que nunca lo fueron, los jóvenes coreanos, hablan de que pudieron haber sido dos pasajeros de tren con asientos contiguos, o una rama de árbol y un pajarito sobre ella posado, como formas aleatorias de estar juntos sin estarlo, de haber compartido algo en la vida que podría ser, en el futuro, algo más intenso. Esa intensidad que ellos, por mor de una serie de carambolas del destino, no han podido tener, no han podido disfrutar, aunque es evidente que ambos lo desea(ba)n ardientemente...
Porque, y esa es otra de las características de Vidas pasadas, el triángulo, la historia de amor a tres bandas, en la que dos de los vértices, los coreanos, lo son de forma puramente espiritual, en ningún momento intenta ser violentado para dejar de lado al tercer vértice, el escritor judío que apareció en el momento oportuno y condujo el destino del metafórico triángulo, sin pretenderlo, hacia lo que finalmente fue, una pareja mixta que se quiere (la coreana y el yanqui), pero con una nostalgia latente, pero también patente, por lo que pudo haber sido, y no fue, de la chica con su paisano de ojos rasgados.
Y esa es otra de las peculiaridades del film, la relación versallesca de los que, en el fondo, se saben rivales: ni el marido realizará ningún movimiento hostil, ni siquiera hosco, al que sabe tácitamente que es su adversario en el corazón de su amada, ni el coreano (muchos siglos de cultura zen ayudan, sin duda...) intentará ir más allá de lo que marcan las reglas de urbanidad, de politesse, como dicen los franceses, de cortesía, en una relación que sabe sin futuro, y de la que esas horas que comparten castamente en la Gran Manzana (qué bien retratada la ciudad de Nueva York, por cierto, de día y de noche, qué belleza...) será lo único que ambos tengan en común... en esta vida, porque como ellos mismos se consuelan, ¿y si esta es una vida pasada, y ya están juntos en una futura?
Una finísima obra de orfebrería, entonces, que, es cierto, comienza un tanto titubeante, en las escenas rodadas en Corea, en la niñez de los dos chicos, cuando la materia de la que se trata es más un cierto costumbrismo del país, una mirada con un punto de nostalgia sobre ese tiempo que la joven Nora (y la directora...) vivieron en su tierra de origen. Pero en cuanto la familia parte hacia Canadá, y, sobre todo, cuando los que fueron amigos de niños retoman la relación a través del éter, por las imágenes cuasi mágicas que les permite, mediante Skype, ver y hablar con el amado a miles de kilómetros de distancia, la trama se adensa y se sublima, mejora a ojos vista y se convierte ya en un bellísimo, melancólico canto sobre las diversas y tan inesperadas vías que se abren en la vida, y cómo ese borgesiano “jardín de senderos que se bifurcan” los llevará de la mano sin darles opción siquiera a elegir, porque, quizá, ya está todo escrito. O no...
Obra crípticamente autobiográfica (la directora cambió su nombre de pila por otro anglosajón, como su protagonista; emigró de Corea a Canadá a los 12 años, como su protagonista; obtuvo su MFA -Master in Fine Arts, Maestría en Bellas Artes- en Nueva York, como su protagonista; casó con un escritor norteamericano, como su protagonista...) nos hace imaginar que, tal vez, la historia de Nora y de Hae Sung no es ajena a su propia vida. Eso, claro está, solo lo sabe Celine Song, y en cualquier caso, lo que nos importa es lo que ha hecho (si es que lo ha hecho...) con ello: una preciosidad, una sutilísima, evanescente dramedia romántica preñada de sentido oriental, siendo sin embargo, a la par, tan occidental.
Notable trabajo, tan contenido, de los tres protagonistas, más meritorio en el caso de los intérpretes asiáticos, Greta Lee y Teo Yoo, cuya escuela actoral, como es sabido, tiende a un cierto histrionismo, una sobreactuación que en Occidente suele chirriar, pero que aquí no aparece por parte alguna, un trabajo espléndido que comparte, en su aparente atonía, el tercer vértice de este triángulo que nunca entra en colisión, John Magaro, un actor no demasiado conocido pero al que aprendimos a valorar por su matizado trabajo en First Cow (2019), uno de los neowésterns más estimulantes de los últimos años.
(06-11-2023)
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