Luis Lucia, uno de los más conspicuos directores de cámara del franquismo, un cineasta seguro pero sin verdadero genio, había descubierto a Marisol en Un rayo de luz (1960) y a Rocío Dúrcal en Canción de juventud (1962), uniéndose así al fenómeno de los niños prodigio que causó furor en el decenio que va desde 1955 a 1965. En ese tiempo Antonio del Amo abriría el filón al descubrir al niño canoro Joselito en El pequeño ruiseñor (1957), éxito inenarrable incluso fuera de las fronteras españolas, cosa entonces insólita.
Así las cosas, Lucia probó a reeditar los taquillazos de las películas de Marisol y Dúrcal con otra niña que apuntaba maneras, Ana Belén (nombre artístico de María Pilar Cuesta), que en el momento de hacer este su primer film, Zampo y yo, tenía 14 años.
El personaje protagonista también tiene el nombre de Ana Belén, una adolescente riquita del Madrid de mediados de los años sesenta, huérfana de madre y al que el padre le echa más bien poca cuenta. Un día conoce en un circo a un chico de su edad, Manolo, y a un payaso, Zampo, y estos le darán el amor que su padre le regatea...
Estamos ante un filme manifiestamente prescindible, cuya virtud es, sin embargo, la de haber supuesto el descubrimiento de uno de los más firmes valores de la interpretación cinematográfica (y televisiva, y teatral, y de la canción) de su generación, la madrileña Ana Belén. En contra de lo que ocurrió con Joselito, cuya carrera se agostó en cuanto creció y le cambió la voz, pues su mérito era exclusivamente ese, el de la voz de ángel que perdió con la llegada masiva en la adolescencia de las “traicioneras” (a estos efectos...) hormonas masculinas; y de Marisol, que tras una primera etapa de niña redicha y joven airada, dejó la interpretación para siempre, Ana Belén debutó, siendo apenas una adolescente, en este lacrimógeno dramón, iniciando así una feraz y dilatada carrera artística; quizá el fracaso comercial de Zampo y yo potenció que la chica, con buen criterio, encaminara sus pasos hacia otros objetivos intelectualmente más atractivos: con buenos mentores como Miguel Narros, su presencia en teatro y cine pronto fue imprescindible en el panorama cultural español de las siguientes décadas.
Además de la primera aparición de Ana Belén en una pantalla, por entonces todavía muy enfática y engolada, como se esperaba de una niña prodigio (por ello mismo insoportable...), figura como coprotagonista Fernando Rey, que compone para la ocasión uno de los escasos papeles en los que pudo huir de su habitual encasillamiento, en un personaje, el de payaso, que ciertamente no le iba nada.
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