Enrique Colmena
Coinciden en cartel en estos días dos películas sin nexo alguno en común, más allá de contar como protagonista con un actor galés, Michael Sheen: sus títulos son “El desafío. Frost contra Nixon” y “Underworld. La rebelión de los Licántropos”. Sheen, que por el apellido pudiera parecer uno de los (muchos) hijos de Martin Sheen, sin embargo nada tiene que ver con el interesante y polémico actor hispano. Michael es galés, y lo más próximo que ha estado a algo hispanoamericano debió ser una vez que fue a un restaurante mexicano y se comió un burrito…
Lo cierto es que Michael Sheen no es precisamente un actor exquisito. Podríamos considerarlo uno de esos actores británicos que sirven igual para un roto que para un descosido, pero no es un excelso de la estirpe de Alec Guinness, John Gielgud o Laurence Olivier.
Lo curioso es que en estas dos películas luce un “look” a cual más antitético: en “El desafío…”, Sheen interpreta el papel del periodista David Frost, un personaje real que a mediados de los años setenta consiguió la entrevista por la que muchos de sus colegas hubieran matado sin remordimiento alguno: hablar de tú a tú con el ex presidente Richard Mallahan Nixon, quien unos años antes había tenido que dimitir por el escándalo Watergate. Aquí Sheen aparece con un aspecto atildado, relimpio, con maneras elegantes y ropa cara, un pijo que no dudaríamos en considerar una especie de dandy quizá algo anticuado. Por el contrario, en “Underworld. La rebelión de los Licántropos”, el galés aparece como un hombre-lobo, de pelambre hirsuta, barba desaliñada y cuerpo aerodinámico, luciendo musculitos y aullando como un poseso, lo más opuesto a su personaje de “El desafío…”. Y no es que Sheen sea una maravilla: hombre, es convincente y resulta correcto, pero nos recuerda hasta qué punto actores y camaleones son de la misma familia, y sobre todo, nos trae a la memoria el papel central que los intérpretes juegan en las películas, a pesar de lo cual la aún vigente tesis de la autoría de los directores desplaza a otros agentes fundamentales (guionistas, actores, músicos, directores de fotografía, efectos especiales, incluso productores) al mero papel de comparsas, cuando con bastante frecuencia tienen la misma incidencia (o más…) en la personalidad de un filme que el director, santo y seña de la obra fílmica desde que los niños airados de la Nouvelle Vague así lo pontificaron, hace ya demasiados años.
Si esto es con un humilde actor británico no precisamente distinguido, cuyo personaje por el que pasará a la Historia del Cine, seguramente, será el de Tony Blair en “The Queen”, ¿qué no será para los que, de verdad, son grandes entre los grandes? ¿O es que una película con Michael Caine, con Sean Connery, con Anthony Hopkins, con Meryl Streep, no llevan su sello indeleble, habitualmente por encima del que quiera, o pueda, o sepa, imprimirle su director?