Tuve el honor de conocer a Basilio Marín Patino en 1995, cuando ambos formamos parte del Jurado Oficial de la Muestra Cinematográfica del Atlántico, el veterano evento gaditano más conocido como Alcances. Tuve entonces la ocasión de apreciar el talante humano, pero también el inmenso talento de un cineasta que, digámoslo ya, fue lamentablemente desaprovechado por su país. En Italia Patino hubiera sido Rossellini, en Francia quizá Godard, en Estados Unidos... bueno, allí también lo hubieran desperdiciado...
Patino ha muerto a los 86 años, el 13 de Agosto de este sofocante verano de 2017. Con su fallecimiento se cierra una filmografía ecléctica, variopinta, siempre estimulante, aunque ni su país ni, generalmente, sus conciudadanos, fueron capaces de apreciarla y alentarla. Nació Basilio en un pueblecito salmantino, Lumbrales, el 29 de octubre de 1930. De familia “de derechas de toda la vida”, con dos hermanos religiosos, sin embargo el futuro cineasta mantuvo desde joven posturas netamente de izquierdas. Estudió Filosofía y Letras en Salamanca, para después graduarse en Dirección en la Escuela Oficial de Cine (EOC), con toda seguridad la institución de enseñanza cinematográfica que más talentos ha dado en toda la Historia de España. En 1955, con tan solo 25 años, organizó las llamadas Conversaciones de Salamanca, en las que lo más granado del aún neonato Nuevo Cine Español tuvo ocasión de reflexionar sobre la cinematografía del país, dando lugar a una nueva mirada que intentó trascender (el tiempo confirmaría que con éxito) las cortas miras de un cine hasta entonces demasiado apegado a una concepción primariamente comercial y obligadamente reprimida por la administración franquista y a la vez vicariamente represora de la ciudadanía.
Su primera incursión en la dirección cinematográfica sería el corto Tarde de domingo (1960), su práctica de final de carrera en la EOC. A partir de ahí rodará algunos cortos más, generalmente de carácter documental, como Torerillos, 61 (1962), sobre los maletillas que buscaban su oportunidad soñando que se convertían en figuras del toreo, que pasaba por ser lo más parecido en la época a dejar atrás las penurias de la España de la posguerra. Con Nueve cartas a Berta (1966) rueda su primer largo de ficción, una película de corte epistolar en la que un joven que ha pasado un tiempo en Inglaterra evocará para la Berta del título lo que suponía, a mediados de los años sesenta, vivir en la (para quien tuviera una mínima aspiración de libertad, de cultura, de pensamiento propio) irrespirable España de la época. El filme consiguió la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián a la Mejor ÓOacute;pera Prima, y además cosechó una más que apreciable repercusión comercial. Ese éxito animó a Patino a hacer su segundo largometraje, también dentro de los parámetros comerciales al uso y al amparo del evanescente paraguas de lo que ya entonces se conocía y reconocía como Nuevo Cine Español. Será el momento entonces de Del amor y otras soledades (1969), que sin embargo no mantendría el mismo tono de calidad que su ópera prima, aunque no estuvo exenta, ni mucho menos, de interés. Su descarnada (para la época) sexualidad, su tono de película adulta, serían algunos de los valores de una obra que, sin embargo, no llegó a conectar ni con el público ni, en general, con la crítica.
Martín Patino toma entonces otro camino. A comienzos de los años setenta hace un documental, Canciones para después de una guerra (1971), que sería a la vez su encumbramiento y su despeñamiento. El filme era un montaje que mostraba una serie de canciones (menudeando las coplas) de los años cuarenta y cincuenta, correspondiéndose con imágenes también de aquellos años aciagos, jugando Patino con la distorsión de las casi siempre edulcoradas letras de las canciones, contraponiéndolas a las duras realidades que mostraban las imágenes del documental. Esa dicotomía, pero también la canción que cerraba el filme, la famosa Se va el caimán, que los censores consideraron (no sin razón) que era una taimada e irónica despedida al Dictador, llevan al ostracismo a la película, que se prohíbe, y por extensión, a su director.
Entonces, desde la clandestinidad, Patino rodará dos películas que se harían míticas en el imaginario opositor del pueblo español del momento. Queridísimos verdugos (1973) pone en pantalla a los tres últimos funcionarios públicos que en España administraron la pena de muerte. Uno de ellos, incluso, la volvería a ejecutar en 1975 en el ajusticiamiento de Salvador Puig Antich. Y Caudillo (1974) fue un filme que desmontaba, desde el documental, cuanto de estúpidamente patriotero y babosamente entreguista había en la España franquista para con el Dictador. Ambas no se pudieron estrenar hasta 1977, en plena efervescencia por el regreso a la democracia de España.
Pudiera suponerse que haber sido uno de los adalides más firmes del cine antifranquista y prodemocrático en el país debería haber permitido que el cine de Patino desplegara todo su potencial al llegar la libertad. Nada más lejos de la realidad: tras sus dos filmes rodados en la clandestinidad, Basilio no vuelve a rodar hasta prácticamente diez años después, cuando hace el largometraje Los paraísos perdidos (1985), al calor de la Ley de Cine promulgada bajo la égida de Pilar Miró en la Dirección General de Cinematografía. Pero esta historia de hija de exiliado que regresa a España tras la muerte de su progenitor llega ya tarde, cuando España se encuentra en una fase en la que, quizá erróneamente, intenta dejar atrás el pasado.
Rueda entonces Patino poco después Madrid (1987), con el wendersiano Rudiger Vogler al frente del reparto, que hace de realizador alemán en la capital de España rodando un programa para la televisión de su país en el que espera poder desentrañar algunas claves de lo sucedido en la Guerra Civil. Patino retorna de nuevo al territorio de la más lacerante página de nuestra historia reciente, pero el público le vuelve a dar la espalda. A partir de ahí Basilio rodará durante los años noventa al margen de la gran pantalla, con telefilmes como La seducción del caos (1990) o el documental Kompostela, kapital Bravú (1997), donde codirige con otros realizadores; pero esa década de los noventa será, sobre todo, la de la serie Andalucía, un siglo de fascinación (1994-96), siete apasionantes películas rodadas para Canal Sur Televisión, en las que Patino hablará, entre el documental y la ficción, entre el ensayo y la recreación, sobre algunos de los aspectos más relevantes de la Andalucía de los últimos cien años, una obra sobre la que próximamente volveremos en CRITICALIA de forma más extensa y monográfica.
A partir de ahí, poco más: un postrer largometraje más o menos dentro de la industria, pero inclasificable, Octavia (2002), de escaso recorrido comercial y crítico, y, ya herido por el doctor Alzheimer, Libre te quiero (2011), documental sobre el fenómeno del 15-M, con la acampada en la Puerta del Sol, sus vicisitudes, sus ideas, lo más parecido que hemos tenido en España al Mayo Francés, y en el que el viejo Patino supo conectar con la gente más joven, más pujante, más libre.
Volvemos al principio: en otro país más adulto, más civilizado, menos constreñido a las decisiones del poder de turno, Basilio Martín Patino habría podido rodar con continuidad, habría podido realizar la filmografía que un talento como el suyo reclamaba a gritos. Aún así, contra viento y marea, contra la censura del franquismo y la indiferencia de la democracia, su carrera es irreprochable. Cuesta comprender por qué una sociedad supuestamente avanzada como la española de los últimos cincuenta años no ha sido capaz de dar medios a uno de sus hijos más preclaros para desarrollar plenamente su obra: misterios de Celtiberia (show).