Enrique Colmena
Cuando hablamos de cine “de chinos” nos referimos, por supuesto, a esa forma de hablar, tirando a coloquial, que denomina así a un tipo de películas, obviamente producidas, dirigidas e interpretadas por chinos, que giran en torno a las artes marciales.
Fue este un tipo de cine que gozó de mucho predicamento comercial allá por los años setenta, de la mano fundamentalmente de la figura emblemática del chinoamericano Bruce Lee, un actor de escasas dotes interpretativas pero dotado de una notable fuerza como cultivador de las artes marciales orientales, que con un puñado de películas supo convertirse en una estrella de cine de barrio, en filmes como “Furia oriental”, “El furor del dragón” y, sobre todo, “Kárate a muerte en Bangkock”.
Era este un tipo de cine de escaso presupuesto, dirigido fundamentalmente al ávido público de Hong Kong, que gustaba de estas películas muy cortitas de guión pero con generosas dosis de luchas en las diversas artes marciales chinas, en las que Bruce Lee era un consumado maestro. Las elementales tramas giraban siempre en torno a venganzas por crímenes execrables que cometían sobre la familia o los amigos del protagonista, y aquellos éxitos de taquilla del cine perpetrado por Bruce Lee hizo que llegaran hasta Occidente otros títulos en los que no aparecía el actor, cuya precoz muerte en 1973, en extrañas circunstancias, alimentó el mito de su leyenda.
De esta forma llegaron filmes como “El luchador manco”, “La luchadora” o “El dragón vuela alto”, con otras estrellas de ojos rasgados, como Wang Yu, que no obstante no alcanzaron, ni de lejos, la altura y la popularidad de Lee. Otros actores, como Jackie Chan, impondrían un toque cómico al cine de luchas orientales, y tendrían también su parte en el pastel de la taquilla.
Pero en los años ochenta y noventa parecía que había pasado el tiempo del cine “de chinos”, agotado en su propia inanidad y en su escasez de recursos. Sin embargo, a principios del siglo XXI, un cineasta chino, aunque de Taiwán, Ang Lee, con una carrera ya de cierta consideración, a caballo entre su país natal y Estados Unidos (“El banquete de boda”, “Sentido y sensibilidad”, “La tormenta de hielo”), realiza su particular homenaje a este cine de artes marciales con su “Tigre y Dragón”, en la que se puede decir reinventa este tipo de cinematógrafo, rescatándolo de su indigencia económica y, sobre todo, artística, dotándolo de un guión elaborado y con sustancia, y poniéndolo en imágenes con fastuosidad barroca; mantiene algunas de las características del primitivo cine chinesco, como las acrobacias imposibles, con saltos inverosímiles que se dan de bruces con la ley de la gravedad, pero, con esta envoltura y una cierta lectura irónica, ese tipo de disparates, antes que restar, suman a estos filmes melodramáticos y románticos en sus historias, pero con gran profusión de escenas de acción, coreografiadas como si de un ballet se tratara.
Tras el éxito de Ang Lee y su “Tigre y Dragón”, que incluso obtuvo cuatro Oscar, otros cineastas chinos de postín se subieron al carro de actualizar y dignificar el cine de artes marciales. El primero fue Zhang Yimou, quien tenía ya una notable carrera como director, con filmes como “Sorgo rojo”, “Semilla de crisantemo” o “La linterna roja”, alcanzando el rango de cineasta por excelencia de la China Popular (lo que, sin embargo, no le libró de problemas con la férrea censura maoísta). Zhang filma en 2002 “Hero”, bellísima historia contada con su habitual paleta de colores, donde el rojo reina por encima de los demás, y abriendo el camino de las historias “de época” con grandes batallas y ejércitos multicolores, un poco a la manera en la que Kurosawa lo hiciera en el cine japonés en filmes como “Kagemusha” o “Ran”. El propio Zhang reincidiría en este tipo de cine con su posterior “La casa de las dagas voladoras”, de hermoso título, en el que el director volaba a gran altura en la primera parte, con escenas de preciosista factura e imposible realización, mientras que fallaba en la última parte, alargando “ad nauseam” la escena final sobre la nieve. A partir de este filme ya aparece una de las constantes del nuevo cine chinesco de artes marciales: la lírica, de tono oriental, preñada de hermosos conceptos y palabras: las dagas, las flores de lis, la nieve, el viento, las espadas… una visión poética plena de influencias de Oriente, desde el teatro chino al tao, desde las suntuosas vestimentas al ying y el yang, una cosmovisión de ojos rasgados.
La trilogía de artes marciales de Zhang se completa con “La maldición de la flor dorada”, de nuevo con suntuosa puesta en escena, un sabrosísimo juego de colores y alambicadas coreografías de luchas, todo ello como fondo para una nueva historia entre el melodrama, el romanticismo y la tragedia de ribetes cuasi shakespeareanos.
Otros cineastas se sumarán a esta reinvención del cine chinesco no tardando mucho. Chen Kaige, que había llamado la atención poderosamente en Occidente con su notable “Adiós a mi concubina” y en menor medida con “El emperador y el asesino” (hasta el punto de que fue llamado por Hollywood para perpetrar el fallido thriller “Suavemente me mata”) aporta su personal visión a este tipo de cine bélico chinesco con “La promesa: la leyenda de los caballeros del viento”, que cultiva las constantes del género, bien que exagerando el aspecto estético de la propuesta, de tal forma que el continente se come con papas (no sé si de decir con arroz tres delicias, dada la geografía de la que hablamos…) al contenido.
Incluso cineastas no estrictamente chinos, como el vietnamita Tsui Hark (bien que en coproducción con China y Hong Kong) han aportado su granito de arena a esta revitalización del cine de artes marciales orientales con “Siete espadas”, que reincide también en el pecado que se está adueñando del género, el esteticismo vacío y las historias endebles o, en su defecto, voluntariamente crípticas, como haciendo bueno el viejo y cínico adagio: ya que no somos profundos, al menos seamos oscuros…
John Woo es el último de los cineastas de ojos rasgados que se ha adherido al género, en este caso con “Acantilado rojo”, donde se dan todas las constantes habituales en el cine chinesco: grandes luchas coreografiadas como si de ballets se tratara, suntuoso vestuario, lujuriante escenografía, lírica orientalizante… pero también sus pecados: historias febles, interpretaciones histriónicas, ausencia de interiorización actoral…
Así las cosas, es evidente que se ha mejorado ostensiblemente en un género que tenía su lugar natural en los cines de barrio de las ciudades occidentales, cuyo destino natural eran las desclasadas generaciones lumpen urbanas; ahora, sin embargo, las nuevas y opulentas aportaciones al género, de la mano de Zhang, Ang, Chen o Woo, se estrenan en las mejores salas de las grandes ciudades de Europa y Norteamérica, con grande y ostentosa cartelería en imponentes fachadas que confirman que el que fuera mendigo ha llegado a príncipe. Nuevas estrellas de rutilantes carreras (Tony Leung Chi Wai, Jet Li, Chow Yun-Fat, la propia Gong Li, musa y esposa del Zhang pre-cine bélico chinesco) han eclipsado a los viejos y apolillados héroes del flaco cine homólogo de antaño.
Así las cosas, no sé si decir, a estas alturas, que aunque siempre preferiré el exquisito gusto estético, el alcance lírico de las imágenes y la propuesta adulta de los argumentos de estas nuevas películas chinescas, tengo un punto de añoranza de aquel cutrerío casposo de Bruce Lee, de Wang Yu, de aquellas luchas imposibles con golpes que sonaban siempre igual (esos pencos efectos especiales de sonido…), de aquellas historias que parecían manufacturadas por guionistas lobotomizados… Quizá sea que uno era joven entonces, y como sabemos el recuerdo magnifica lo que, objetivamente, no pasaba de boñiga de vaca…