Enrique Colmena

Nacido en Munich en 1942, Werner Herzog se convirtió pronto en uno de los pilares del llamado Nuevo Cine Alemán (uno de los rebeldes movimientos cinematográficos de los años sesenta que, junto al Free Cinema inglés, Nouvelle Vague francesa o Cinema Novo brasileño, refrescaron el panorama fílmico de la segunda mitad del siglo XX), junto a gente tan interesante como Wim Wenders (aunque éste haya caído después en desgracia para la crítica internacional) y otros de menor fuste, como Alexander Kluge o Werner Schroeter.
Pero Herzog fue siempre a su bola, no tenía mucho (o nada) que ver con los movimientos políticos de sus coetáneos germanos, muy implicados en asuntos políticos como el Mayo Francés, y él se dedicó a lo suyo, que era un cine más bien hermético, extraño, el de la rara ave que en definitiva es este muniqués ahora ya sexagenario, pero que en los años setenta fue uno de los cineastas más estimulantes de la época, a fuer de creativos e imprevisible. Aunque empezó a dirigir en 1962, siendo apenas un veinteañero, lo cierto es que su primer título de interés fue “Signos de vida”, ya en 1968. A principios de los setenta hace su filme más emblemático, “Aguirre, la cólera de Dios”, la aventura de un visionario conquistador español en la América colombina, que arrastró a sus huestes, y a su propia hija, a una peripecia enloquecida en busca del mítico Eldorado. La cinta, protagonizada por Klaus Kinski (con el que Herzog mantendría una relación entre el amor –no sexual, que sepamos—y el odio, a lo largo de varios filmes), fue un bombazo en los circuitos de cine especializado e incluso se estrenó en salas comerciales, cosa poco frecuente entonces con este tipo de cine minoritario.
Con la sólida fama de haber hecho aquel filme “más-grande-que-la-vida”, Herzog se pudo permitir continuar con sus excentricidades, como “El enigma de Gaspar Hauser”, una especie de versión en adulto de “El pequeño salvaje”, de Truffaut, donde conseguía un raro tono hipnótico. Pero su siguiente filme, “Corazón de cristal”, ya dio pistas sobre las limitaciones de Herzog: cuando tenía un tema interesante entre manos, era capaz de exprimirlo “ad nauseam”, pero cuando lo que tenía era humo, pura filfa, no era capaz de conseguir un resultado apreciable. En 1979, en un copernicano cambio temático, se atreve nada menos que con un “remake” del clásico “Nosferatu” de Murnau, una versión gótica, cuasi flamígera, de la leyenda del vampiro, con un Kinski, de nuevo, pasándose tres pueblos en el papel del mítico “no-muerto”, heredando la iconografía gestual y de maquillaje que haría aterradoramente famosa, casi sesenta años atrás, Max Schreck. El fracaso comercial de este empeño hará que Herzog vuelva al redil del cine independiente, pero su siguiente título, “Woyzek” no fue precisamente un éxito, ni siquiera dentro de las dimensiones de ese cine.
Con “Fitzcarraldo” un ya cuarentón Herzog afrontó la que quizá fuera su película más esforzada, más que la propia aventura que cuenta: en los años treinta, un visionario concibió la idea de construir un palacio de la ópera en medio de la selva amazónica, y hasta allí se desplazó, con un gigantesco barco a cuestas (no sobre sus espaldas, sino sobre la de los pobres indios…), en una historia tan lunática como el propio rodaje, durante el que sucedió todo tipo de catástrofes, hasta el punto de que el (entonces no tan habitual) “making off” fue todo un éxito en los circuitos independientes con el título de “Burden of dreams”; Kinski era otra vez el protagonista de mirada desquiciada.
A partir de aquí, se inicia un declive en la carrera de Herzog. En la década de los ochenta, ciudadano del mundo ya (lo fue siempre), rueda en Oceanía “Donde sueñan las verdes hormigas”, con cierto interés pero ya claramente inferior a su filmografía anterior. A principios de los noventa su carrera sestea con títulos como “Grito de piedra”, y durante el resto de la década rueda filmes que no tienen repercusión internacional alguna. Ya en este siglo, parece remontar el vuelo, ahora dedicado fundamentalmente a un tipo de documental muy peculiar, en el que se implica hasta el tuétano, incluso como narrador o entrevistador, con títulos como “Wheels of time”, rodado ahora en Asia, sobre el Tibet, el Dalai Lama y el budismo, religión a la que parece haberse adherido, y “Grizzly Man” (ver crítica en CRITICALIA), sobre la airada existencia de un hombre que vivió y murió junto a los osos de Alaska.
Pero queda la impresión de que Werner, un hombre dotado sin duda de talento, perdió los libros de cómo hacer cine interesante tras cumplir los cuarenta: veinte años sin dar en la diana es mucho tiempo: ¿qué le pasó, realmente, a este cineasta atipico? Es todo un enigma, sin duda…