Ha muerto Mijaíl Sergeievich Gorbachov, y con él se ha ido una figura fundamental del siglo XXI: suyo fue el empeño de que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas dejara de ser un estado anquilosado, liberticida, económicamente inviable, un estado que, si bien tuvo su sentido cuando depuso a la execrable monarquía zarista, después se perdió en un totalitarismo atroz que costó millones de vidas. Gorbachov quiso hacer de la URSS la demostración de que era posible “un comunismo con rostro humano”, como preconizó Alexander Dubcek, el célebre líder checoslovaco que en 1968 intentó hacer de su país un lugar donde no diera miedo vivir, aunque el Pacto de Varsovia, entonces teledirigido desde el Kremlin por el todopoderoso Leonid Breznev, abortara el experimento y todo quedó en nada. O realmente sí sirvió de algo, para descubrir que, quizá, era posible que las palabras comunismo y democracia no fueran antónimos, como hasta entonces había venido ocurriendo.
Queda por saber qué hubiera sucedido si Gorbachov, tras la caída del Muro de Berlín en 1989, no hubiera perdido el poder “de facto” (después también “de iure”, cuando no tuvo más remedio que dimitir) en 1991, tras la asonada de los viejos carcamales militares comunistas, que pusieron en bandeja a Boris Yeltsin el liderazgo de Rusia tras el desmembramiento de la Unión Soviética en tantas repúblicas como la componían. Cabe imaginar qué hubiera sucedido si Gorbachov hubiera podido regir el país y conducirlo por la senda de una nación democrática, respetuosa de los derechos humanos, económicamente pujante. Eso, claro está, es política ficción, pero nos parece que mejor le hubiera ido a la URSS, o a Rusia, si el gran Gorby hubiera seguido a los mandos y no Yeltsin, y no digamos su sucesor Vladimir Putin, por cuya causa ahora nos vemos como nos vemos...
Pero este es un espacio de cine, y queremos rendir homenaje a la figura gigante de Mijaíl Gorbachov a través de las películas que se hicieron o estrenaron en su tiempo, auspiciadas por su administración, un cine que se vino a denominar, a la manera de cómo se llamó su época de gobierno, el cine de la “perestroika”, la palabra fetiche (“reconstrucción”, en español) que fue, junto a otras quizá menos conocidas, como “glasnot” (“transparencia” en nuestro idioma), el santo y seña de su decidida intención de hacer de la Unión Soviética una democracia homologable con las occidentales.
Aunque de 1984 a 1991, período del mandato gubernamental de Gorbachov, la IMDb censa casi mil largometrajes con nacionalidad soviética, nos centraremos en una decena de ellos, que tuvieron repercusión allende las fronteras del elefante ruso, y que supusieron en su momento indudables avances en la libertad de expresión y artística en un país en el que ambos conceptos eran, cuando menos, cuestionables (que se lo digan a Eisenstein o Dziga Vertov, por ejemplo...).
La primera de las películas que, por orden cronológico, puede considerarse dentro de lo que se ha dado en llamar “el cine de la perestroika” sería Arrepentimiento (1984), un film dirigido por el georgiano Tengiz Abuladze, que planteaba un tema sin duda imposible solo unos años atrás, la historia de un alcalde de pueblo fallecido y cómo alguien se empeña en exhumar repetidamente al difunto regidor, descubriéndose que la responsable es una mujer que quiere revelar el régimen de terror estalinista que impuso el finado entre los vecinos de la población. Jugando con la denuncia en clave de drama, pero también de comedia negra e incluso con ciertos toques alegóricos fantásticos, la película sorprendió a propios y extraños. Gorbachov estaba recién llegado al Kremlin, y su posición aún era inestable, así que la película fue prohibida en principio en la Unión Soviética, manteniéndose de esta forma durante tres años; cuando el film fue seleccionado en 1987 por el festival de Cannes, arrasó en el certamen francés, logrando el Gran Premio del Jurado, el Premio de la FIPRESCI (Prensa Internacional) y el del Jurado Ecuménico (Prensa Católica). Ciertamente debió ser muy duro para la ortodoxia comunista ver cómo el personaje del alcalde felón, además de los desmanes típicos del estalinismo, era representado en pantalla con un mínimo bigotito que recordaba poderosamente a cierto personaje alemán, también capital en el devenir del siglo XX, pero por razones diametralmente opuestas a las de Gorbachov: hablamos de Adolf Hitler, por supuesto.
También impactó en su momento Mi amigo Ivan Lapshin (1985), que dirigió Aleksey German (no confundir con su hijo, homónimo y también director ya en el siglo XXI, aunque, en nuestra opinión, bastante inferior en talento a su padre), un crudo relato ambientado en la llamada Gran Purga de los años treinta, en la que Stalin persiguió a millones de compatriotas, daba igual que fueran contrarios al comunismo o fervientes defensores del mismo, con el objetivo de, mediante el terror irracional, establecer un poder omnipotente en el país. En ese contexto, German presentará, con tonos realistas, casi costumbristas, el día a día de un policía de las temibles “chekas”, la policía política soviética, y cómo esta actuaba de forma arbitraria, sin piedad pero también sin sadismo: la banalidad del mal, que diría Hannah Arendt sobre los torturadores del Tercer Reich. Con un realismo costumbrista, fue una de las primeras veces que los espectadores de Rusia y países satélites (como decía la propaganda franquista de la época...) pudieron contemplar en pantalla los vesánicos métodos que los guardianes de la ortodoxia estalinista utilizaron para doblegar cualquier disidencia, incluso ninguna disidencia.
Ese mismo año de 1985 es el de producción de Masacre (Ven y mira), dirigida por Elem Klimov, con el que en principio se pretendía conmemorar el cuadragésimo aniversario de la victoria sobre los nazis en la Segunda Guerra Mundial, pero que terminaría siendo un desolador film antibelicista, con un adolescente que se verá involucrado en el conflicto y obligado a contemplar atrocidades sin cuento, envejeciendo de forma acelerada ante tanta iniquidad. El supuesto canto a la gesta épica del Ejército Rojo se trocó, entonces, en uno de los films que más duramente han criticado la guerra como concepto, la guerra como abyecta forma de resolver los problemas entre seres humanos, entre sociedades supuestamente civilizadas. La película, muy merecidamente, ganó el Premio Dorado y el de la FIPRESCI en el Festival de Moscú.
El caso de Control en los caminos (1971) es muy distinto; rodada en plena era Breznev, a principios de los setenta, solo tres años después de que el Pacto de Varsovia aplastara la efímera Primavera de Praga, solo pudo ser estrenada en 1986, quince años después de su producción, gracias a los nuevos aires traídos por la “perestroika” de Gorbachov. Ciertamente no era difícil entender que esta película de Aleksey German (el mismo director de la antes mentada Mi amigo Ivan Lapshin) no gozara precisamente de los plácemes de los prebostes soviéticos: su tratamiento de los soldados rusos durante la Segunda Guerra Mundial, incluyendo a un traidor como protagonista con el que el espectador tiende a identificarse, estaba a años luz de la propaganda para loor del Ejército Rojo. Demoledoramente realista, con personajes que en otras pelis eran carne de heroicidad pero que aquí se comportan mezquina, arteramente, siempre en beneficio propio o de los más próximos, la película de German durmió el sueño de los justos hasta que los nuevos vientos gorbachovianos la puso donde debía, en los cines de estreno de todas las Rusias, como se decía en la época imperial.
Ilustración: Una percutante imagen de la película Masacre (Ven y mira), de Elen Klimov.
Próximo capítulo: En la muerte de Gorbachov: El cine de la “perestroika” (y II)