Enrique Colmena
Una de las peculiaridades que está ofreciendo el cine de estos años es la curiosidad de que las franquicias, las series de corte comercial de las que se ruedan sucesivas partes, ya sean con base literaria (véase la saga de
Harry Potter o la de
Crepúsculo) o guiones directamente escritos para el cine (véase la serie cinematográfica de
Misión Imposible), o incluso aquellas que inicialmente se basaron en novelas pero ahora ya se escriben directamente por guionistas contratados “ad hoc” (véase la saga del agente 007), están siendo dirigidas en sus capítulos más recientes por cineastas con una filmografía que les aleja de los acostumbrados artesanos, seguros pero ramplones, que son los habituales manufactureros de estos seriales que, digámoslo ya, generalmente no tienen gran interés desde un punto de vista estrictamente artístico.
Es el caso, por ejemplo, de la cuarta entrega de la exitosa saga
Crepúsculo,
Amanecer, dividida en dos partes, ambas encargadas a Bill Condon, un cineasta exquisito, licenciado en Filosofía y que, aunque comenzó su andadura como director en olvidables
TV movies, en 1998 haría una de las mejores películas del año,
Dioses y monstruos, recreando memorablemente la figura del cineasta James Whale, el padre fílmico de Frankenstein, en un melodrama de amor y muerte, por la que ganó merecidamente el Oscar al Mejor Guión Adaptado. Ese éxito (al menos crítico; ya se sabe que la taquilla en estos temas cinéfilos no se comporta tan bien) sin embargo no le permitió acometer su siguiente trabajo en la dirección hasta 2004, cuando rodó
Kinsey, una versión al cine del célebre (y atormentado) sexólogo de tal nombre, con Liam Neeson como protagonista. Dos años más tarde haría la adaptación al cine de la obra musical
Dreamgirls, que había triunfado previamente en Broadway, y que confirmaría su talento, también, para musicales cinematográficos. Pero, a pesar de haber conseguido un par de Oscar (de los llamados “de pedrea”), haber perdido en otras seis categorías parece que envió a Condon al baúl de los olvidados, o al menos de los cineastas que no están en primera división en cuanto a la ley de la oferta y la demanda; porque allí, en Hollywood, también funciona esa ley…
Condon se refugió entonces en la televisión, con algunos trabajos alimenticios, hasta que cinco años después de su anterior empeño para pantalla grande, se le encarga la dirección del cuarto capítulo de la tetralogía de
Crepúsculo, basada en la saga novelística de Stephenie Meyer. Y lo cierto es que nadie imaginaría al erudito cineasta de
Dioses y monstruos con estos otros monstruos light, hechos a la medida superficial y pedestre de las hordas de adolescentes (mayormente en su facción de “adolescentas”, y perdón por el horrible palabro) que asuelan, palomitas en ristre, los cines de hogaño.
Un caso no demasiado alejado del de Bill Condon es el de Brad Bird, al que se la ha encargado la cuarta parte de otra exitosa serie.
Misión: Imposible. Protocolo Fantasma es la cuarta entrega de la saga cinematográfica inspirada en la célebre serie televisiva homónima (bueno, homónima sólo en lo de
Misión Imposible) de los años sesenta, de música y sello inconfundibles. En el caso de esta saga fílmica es cierto que los directores elegidos para cada capítulo no han sido meros artesanos (como ocurrió con los tres episodios de la serie Crepúsculo); de hecho, los tres primeros realizadores fueron, por este orden, Brian de Palma, John Woo y J.J. Abrams, todos con un bien ganado prestigio, aunque es cierto que todos ellos también cineastas de corte comercial, aunque es verdad que poseedores de una filmografía en la que abundan la creatividad y la imaginación. Bird, que había destacado en los años ochenta en algunos capítulos de la saga
Cuentos asombrosos, en los noventa estuvo en los primeros capítulos de
Los Simpson, para acometer a final de siglo su hasta ahora obra maestra,
El gigante de hierro, un filme de dibujos animados que trascendió el mero universo infantil para convertirse en una obra de culto, una animación progresista de enorme calado. Sus siguientes empeños fueron, en 2004,
Los increíbles, una notable mirada irónica sobre el universo de los superhéroes, dentro del confortable hogar Pixar, con la que repetiría en 2007 en
Ratatouille, otro de los estupendos dibujos de la casa liderada por John Lasseter.
Pero desde entonces nada: así que cuatro años en el ostracismo le habrán hecho pensar que más cornás da el hambre, y que si se tiene que poner al servicio de Mr. Tom Cruise, pues hay cosas peores. Lo cierto es que no hay en su episodio de la saga rastros de la brillantez de sus anteriores empeños; quizá el hecho de tener que contar con seres humanos en lugar de
dibus le haya empañado el talento, aunque me resisto a creerlo. Más bien parece que el hecho de ser un engranaje más (aunque, por supuesto, con la importancia de ser el director) dentro de un proyecto comercial (iba a escribir industrial… y no hubiera estado muy desencaminado), y bajo la férula de Cruise, que como es sabido controla al detalle todas sus producciones, le habrá hecho actuar con el piloto automático y el resultado, sin ser deleznable, no es como para tirar cohetes.
Y vamos con el tercer exquisito que en estos días está entregado de lleno a otra franquicia supermillonaria. Se trata de Sam Mendes, y está rodando
Skyfall, el nuevo capítulo de la serie del agente 007, sí, el que tiene licencia para matar. Ver a Mendes rodando un Bond es como si en España Carlos Saura dirigiera una nueva versión de
Abuelo made in Spain, por ejemplo….
Porque Mendes es, de los tres cineastas que estamos comentando, el más exquisito de todos: inglés emigrado a Estados Unidos, ha dirigido con gran éxito la puesta en escena en teatros yanquis de obras de Chéjov, Shakespeare (en el que se ha convertido en todo un especialista:
La tempestad,
Hamlet,
Ricardo III…) y hasta Sartre. Todo eso antes de dar el salto al cine, a finales del siglo XX, debutando en la dirección con
American Beauty, que fue saludada, con razón, como una apuesta arriesgada pero victoriosa, una dramedia notable en factura, fondo y forma, que además se llevó un buen puñado de Oscar. Ya en el tercer milenio, en 2002, consiguió la que para mí es su mejor película,
Camino a la perdición, una magnífica revisitación del universo negro de los gánsteres de mediados del siglo pasado, con un Tom Hanks en estado de gracia y una inusitada capacidad para inventar nuevos recursos cinematográficos.
Por eso, después de tanta brillantez, sorprendió en su siguiente largo,
Jarhead, una incursión en el cine de reclutas y sargentos cabrones, que estaba bien filmada (Mendes es incapaz de filmar mal), pero carecía de verdadero interés. En 2008, con
Revolutionary Road, pareció recuperar parte del crédito perdido, aunque ciertamente no llegó a sus mejores empeños. Y un año más tarde, con
Un lugar donde quedarse, volvió a pinchar, tanto en crítica como en público.
Así las cosas, tampoco extraña que, cuando fue tentado por los productores de la saga 007, Mendes aceptara. Al fin y al cabo, ¿no lo había hecho Marc Forster, que dirigió el anterior episodio,
Quantum of Solace, después de haberse revelado con el interesante drama antirracista
Monster’s Ball?
Mi impresión sobre lo que ha movido a estos tres exquisitos a ponerse al frente de estos “blockbusters” es muy simple, y está esbozada, algo brutalmente, en el título de este artículo: vivir bien en Hollywood (o en Nueva York, me da igual) es muy caro: buenas mansiones, viajes en Business Class, restaurantes con estrellas Michelín, una cohorte de asistentes personales,
bugas de infarto… eso por no hablar de las pensiones compensatorias a las ex, que suelen ser muchimillonarias. Bueno, vale, y lo de comer caviar a menudo, sinécdoque que me he permitido en el titulo del artículo y que sirve como fetiche de una vida de lujo a la que estos cineastas en la cumbre, a buen seguro, no tienen intención de renunciar.
Así que la cosa es, según yo la veo, así de sencilla. Como afirma, no sin razón, el aforismo popular, la buena vida es cara; hay otra más barata, pero ésa no es vida…
Pie de foto: Brad Bird posando con el Oscar conseguido por
Ratatouille: qué tiempos aquellos…