Tras las (numerosas) películas de estos últimos doce meses que han tratado temáticas LGTBI desde la normalidad, con la naturalidad de aceptar plenamente la diversidad sexual, sobre lo que hemos hablado en la anterior entrega del díptico, este segundo capítulo lo vamos a dedicar a las películas que hablan de situaciones de represión sobre las personas homo en sus muy distintas formas, una represión que puede ser interior (el miedo a salir del armario, un clásico) o exterior (la sociedad que estigmatiza, el estado que criminaliza).
Nos parece relevante decir que el número de películas que hablan de este afrentoso asunto, la represión de la libertad sexual, es bastante inferior, como comentamos en el anterior capítulo, a aquellas que ya dan una imagen de normalidad del fenómeno LGTBI.
Es oportuno también indicar que, mientras que en los países que hemos dado en llamar “occidentales”, estas películas sobre represión antigay están ambientadas en tiempos pasados, por ejemplo para denunciar ignominiosas leyes pretéritas de países supuestamente democráticos, en otros estados no encuadrables en esa denominación ese tipo de denuncia se suele realizar sobre hechos que suceden hoy, ahora, en esas otras áreas geográficas que no gozan de una libertad sexual plena.
Así, entre los primeros, los que denuncian execrables leyes antiguas en naciones supuestamente libres, quizá la más llamativa, también una de las más interesantes, sea Great freedom (Gran libertad), la película de Sebastian Meise que cuenta la historia de un hombre que, desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta finales de los años sesenta, estuvo entrando y saliendo de prisión por mor de la aplicación del artículo 175, que castigaba con penas de cárcel las llamadas “prácticas sexuales antinatura”, prácticas de corte homosexual que no fueron despenalizadas hasta 1969. La historia de este hombre, convertido a su pesar en un preso que ya no sabía vivir fuera de presidio, está contada con sensibilidad y buen sentido, estableciendo con pequeños detalles una relación, entre la amistad y quizá algo más, con un compañero inicialmente homófobo.
También con denuncia de represión en tiempos pasados tendremos, sin salir de Europa, Firebird, melodrama ambientado en plena Guerra Fría, en los años setenta, con dirección de Peeter Rebane, que plantea una historia localizada en Estonia, país coproductor junto al Reino Unido, cuando un joven soldado del ejército del país se enamora de un carismático piloto de la Fuerza Aérea Soviética, y cómo ello influirá tan negativamente en su vida y expectativas.
Aún en Europa, pero dando un gran salto atrás en el tiempo, hasta el siglo XVII, nos encontramos con una denuncia (aquí más bien “sotto voce”) sobre la represión de las conductas homosexuales; hablamos de Benedetta, la última película del holandés Paul Verhoeven, aquí bajo pabellón francés, que cuenta la vida y milagros (en este caso no sé si la expresión popular es la más acertada...) de una monja ingresada desde niña en un convento, en el que desarrollará una extraña capacidad para generar estigmas corporales, en un film que combina misticismo con erotismo (lésbico: estamos en el interior de un convento...), jugando siempre con la ambigüedad, y denunciando que, como siempre, la Iglesia, siempre tan temerosa de todo lo nuevo, intentara acabar con ella con su poderoso brazo.
Polonia actualmente no se puede decir que sea un paraíso en lo tocante al respeto al colectivo LGTBI: de hecho, en 2020 el gobierno del presidente Duda promulgó una ley que permitía una especie de “apartheid” rosa, por el que los municipios podían expulsar fuera de sus límites a las personas gays de sus respectivas comunidades. A pesar de que con ese ambiente la cosa no está para bromas, este año se ha producido en la patria de Chopin, de Wojtyla y de Walesa al menos una película que, en retrospectiva, ha hablado de represión gay: el thriller Acción Jacinto, con dirección de Piotr Domalewski, es un film ambientado en los años ochenta, todavía en plena dictadura comunista, cuando un policía, contra viento y marea, se implicará en la resolución de un caso de asesinato en la comunidad gay
La última película que traemos aquí desde Europa es la británica Benediction, del siempre exquisito Terence Davies, un biopic sobre Siegfried Sasson, héroe militar de la Primera Guerra Mundial que se reconvirtió posteriormente en activista antibelicista, y que tuvo que lidiar consigo mismo para aceptar su homosexualidad.
Saltando a América, en Estados Unidos nos encontramos dos films que tocan la represión antigay: por un lado, Rustin, otro biopic, en este caso dirigido por George C. Wolfe sobre el activista afroamericano pro derechos civiles Bayard Rustin, que también lo fue (en puridad hablamos por supuesto de otro derecho civil) de la libertad sexual, siendo él mismo una persona de orientación homo. Y My policeman, de Michael Grandage, en la que un policía gay, en una fecha tan poco propicia para esa doble circunstancia como finales de los años cincuenta, deberá permanecer en el armario y pactar un matrimonio de conveniencia, algo bastante frecuente en la época, al fin y al cabo otra forma de (auto)represión.
Dentro del propio Nuevo Continente, en Canadá, nos encontramos con You can live forever, con dirección de Mark Slutsky y Sarah Watts, en el que una adolescente lesbiana es enviada a una comunidad de Testigos de Jehová y allí se enamora de una de las feligresas (¡ojú!).
África, como ya hemos comentado, no suele producir mucho cine de esta temática, y cuando lo hace, como cabría esperar, es del que podemos denominar “a vueltas con la represión”. En este caso hablamos de la peli marroquí (también franco-belga-danesa, aunque directora, localizaciones e historia son propias del país magrebí) The blue caftan, con dirección de Maryam Touzani, en la que encontraremos a un homosexual casado en un matrimonio de conveniencia, siendo conocedora la mujer de la orientación sexual del marido, una pareja en paz y armonía hasta que llegan a la vez una grave enfermedad de ella y la tentación con forma de joven aprendiz para él...
En Asia ya hemos comentado que, salvo las zonas más occidentalizadas (Japón, mayormente), no son precisamente muy proclives a la defensa de la diversidad sexual. Filipinas tampoco, con un presidente actual, Ferdinand Marcos Jr., hijo del histórico dictador de las islas, y con el anterior, Rodrigo Duterte, que hacía bueno a Donald Trump. Pues en ese ambiente de enrarecido conservadurismo atávico, sin embargo, el brillante Brillante Mendoza (lo siento, no me he podido resistir...), quizá el más interesante cineasta filipino actual, toca el tema del triángulo amoroso en Sisid, film con enamoramiento entre dos hombres encargados de rehabilitar un santuario piscícola, y lo que sucederá cuando la esposa de uno de ellos se entere de esa clandestina relación.
Por último, desde Australia nos ha llegado una de las películas del año, El poder del perro, neowéstern dirigido por Jane Campion, la directora de El piano, a la que se le tenía perdida la pista ya hace tiempo, y que vuelve con gran ímpetu en este notable acercamiento al fenómeno de la homosexualidad autorreprimida, con un personaje, el interpretado por el siempre grande Benedict Cumberbatch, que pasa por ser la quintaesencia del macho aunque en realidad no lo sea, y cómo precisamente quien parece ajustarse más a un parámetro femenino o afeminado le dará sopas con honda, con resultados devastadores para él...
Ilustración: Benedict Cumberbatch, en una imagen de El poder del perro, de Jane Campion.