Enrique Colmena

[Sugerimos la lectura previa de las anteriores entregas de esta serie de artículos, pulsando en estos enlaces: I, II, III, IV, V.

Así mismo, el lector interesado en el cineasta sevillano puede también consultar en Criticalia el artículo titulado Manuel Summers: bajo el disfraz del francotirador insolidario, del que es autor el catedrático Rafael Utrera Macías.]


Los réditos comerciales de la trilogía iniciada con To er mundo e güeno animan a Summers a afrontar un nuevo proyecto que entroncaba con lo que hemos dado en llamar su “saga infantil y adolescente”, convirtiéndose en lo que quizá fuera su empeño más personal y autobiográfico; hablamos de Me hace falta un bigote, rodada en 1986, una película entre la metaficción, asistiendo al proceso de creación de la misma con el propio Summers como protagonista, y la evocación nostálgica de ese primer amor en el que aparece el pequeño Manolo interpretado por un apocado niño de 10 años. El film será otra de las cumbres summersianas, una delicada obra, llena de matices, sobre el dolor del amor no correspondido a la par que sobre el proceso de gestación de la obra artística.

Pero también será un ejercicio notabilísimo de estilo, combinando esa película que se está gestando en el magín del Summers guionista con el propio proceso de creación de la película, con frecuentes incursiones de la vida del propio Manolo y sus hijos en su casa, o de Manolo con sus amigos, como el director Jorge Grau, que le aconseja sobre la conveniencia, o no, de acometer ese proyecto; estamos entonces ante un notable rasgo de modernidad, en  lo que hoy día se suele denominar autoficción, cuando el cineasta habla de su vida que puede estar, o no, tamizada por la ficción pura y dura.

Habrá también, por supuesto, lugar para la mirada entre nostálgica y costumbrista sobre el tiempo en el que se ambienta la película, a mediados de los años cuarenta del pasado siglo XX, con sus “flechas” (el nombre con el que se denominaba a los niños apuntados a la Falange Española, el partido único del régimen), sus colegios segregados por sexos, sus ídolos de la época, como el cantante y actor Jorge Negrete, que supone para el pequeño Manolo un enemigo imbatible (ya lo dice el título, en boca del propio crío, “me hace falta un bigote”...), en una historia muy autobiográfica, donde veremos no solo al niño Manolo sino también representados por actores a sus hermanos y hermanas (eran nueve hermanos en total, como comentamos en capítulo anterior), e incluso al padre y la madre, y, por supuesto, a esa Luisita de la que el niño se enamoró como un becerro, con escasas posibilidades ante el enamoramiento de la niña de un maromo como Negrete, ante el que el escuchimizado mocoso poco tenía que hacer.

Con diálogos muy frescos, en especial entre los niños, como era marca de la casa, sin embargo el experimento que en buena medida era el film no sería bien acogido por el público, quizá en la creencia de que nos encontrábamos con un estrambote sin mayor interés de la saga infantil y juvenil de Summers, y no de un sentido epílogo a ese periplo narrativo que constituyó su conjunto de películas con niños y sentimientos.

Con el fracaso comercial de esta película, el éxito del grupo musical Hombres G a mediados de los años ochenta, grupo liderado por David Summers, hijo de Manolo, dará la idea al cineasta sevillano de hacer una cinta en torno a la canción que hizo famosa a esta banda pop. Surge así en 1987 el film titulado Sufre mamón (así, sin la coma vocativa...), dramedia entre romántica y musical, con su hijo como protagonista, en una película que no fue precisamente de las más inspiradas de Summers. La película, que cuenta una inane historia de cuernos (de hecho, podría haberse llamado también perfectamente “balada del cornudo”), nos presenta a David Summers, haciendo de sí mismo (de nuevo la metaficción, cuando no autoficción), en la que podría haber sido la génesis del grupo Hombres G, su tendencia a desarrollar un gamberrismo de dudoso gusto (si es que hay alguno de buen gusto...) en el colegio junto a otro amigo gilipollas, y cómo a consecuencia de ello son expulsados y se tienen que matricular en otro centro educativo, donde el gallito de turno buscará “levantarle” la novia a nuestro protagonista...

Pero la historia es de una terrible endeblez argumental, con todos los visos de ser un vehículo a mayor gloria del entonces pujante grupo musical, en una película correctamente rodada (otra cosa hubiera sido impensable en Summers), pero de una inanidad notable, con una puesta en escena académica, en la que no hay rastro de la habitual heterodoxia summersiana. Los diálogos son auténticamente de besugos, en especial los de los enamorados, sin sustancia, en una película de un abominable machismo rampante (se llega a llamar “ganado” a las chicas del grupo, entre otras lindezas), mucho más que cualquiera de los films anteriores de Summers, lo que hace suponer que la historia se impregnó del muy peculiar (por decirlo de una manera suave) pensamiento de los Hombres G, donde los protagonistas no saben decir tres palabras seguidas si no incluyen “macho”, “gilipollas” o “te parto la cara”, y todo ello sin ironía, sino de verdad...

Película poco original, escasamente creativa, podría haberla rodado cualquier otro; literalmente, no parece de Summers (ya se sabe que por los hijos se hace todo...). Sufre mamón presenta lo que podría ser la historia que desencadenó esos célebres versos de la canción que compiten en altura poética con los más bellos poemas becquerianos: “sufre, mamón/ devuélveme a mi chica/ o te retorcerás entre polvos pica-pica” (modo irónico on, por si no se capta...). Encima de todo, tanto David Summers como el resto de su grupo, y la prota femenina, Marta Madruga (que después sería la esposa de David durante varias décadas, y que le inspiró la famosa canción “Marta tiene un marcapasos”), son muy endebles como actores; por cierto que el personaje que interpreta ella es lamentable, una traidora que miente y embauca constantemente al novio, una vez tras otras, y el pánfilo cae también siempre en sus redes. El film, como cabía esperar, tuvo un apreciable éxito comercial (aunque la crítica le dio fuerte y flojo, como ciertamente se merecía), con más de un millón de espectadores.

Ello anima a Summers, ya en 1988, a rodar una nueva entrega sobre el grupo, ahora con el título de Suéltate el pelo, contando la fantasiosa conspiración de una banda criminal para sacar los cuartos a David y a los componentes de los Hombres G, film que mantiene el mismo tono impersonal del anterior, aunque toda la parte final, con la alocada persecución de una ambulancia por las calles de Madrid, nos devolverá al Summers más vertiginoso y en forma, más creativo y gracioso...

La película estaba más costeada, incluso con viaje a Acapulco (con mucha postalita del hotel donde se aloja el grupo, quizá como contrapartida a haberse rodado allí), pero las características eran parecidas a las de Sufre mamón: vehículo a mayor gloria de los Hombres G, con una historia muy floja, impregnada de un notable machismo, y con una visión de las mujeres extraordinariamente tendenciosa y negativa, cosa que, por cierto, no aparecía, al menos con esta virulencia, en la filmografía summersiana ajena al grupo musical de David Summers. Menos mal que, como queda dicho, esa última escena de la persecución de la ambulancia mejora un film que, sin ella, sería igual de endeble que su predecesora, con la que forma un evidente díptico temático y conceptual.

Como curiosidad, Summers incluye en esa escena final de la persecución algunos guiños que remiten a autorreferencias a su propio cine, como los sucesivos partos de la mujer que va en la ambulancia secuestrada (“que viene otro, que viene otro”, repite cada vez que va a alumbrar a otro niño), que por supuesto remite a una de las escenas más celebradas de No somos de piedra (donde cada niño nacido se sustituía –en una metáfora algo grosera pero efectiva- por el taponazo de una botella de champán), o la escena con el pastor que lleva un burro pintado con rayas atravesando un paso de peatones, mientras grita a los que casi le atropellan “¿no ves que es un paso de cebra?”, en un gag que, por supuesto, enlaza directamente con uno similar de La Biblia en pasta (en concreto en el segmento dedicado a la construcción del Arca de Noé) con la misma humorada del burro disfrazado de cebra.

Con una endeble trama para dar continuidad a las canciones tocadas por los Hombres G, que es lo que realmente importa en la película (para las fans a las que va dirigida, por supuesto), Suéltate el pelo no repitió el mismo éxito de su antecesora, quedándose en algo más de 800.000 espectadores, con lo que pareció evidente que ese venero también se dio ya por finiquitado.

Su último empeño audiovisual, cuando ya se le había diagnosticado la grave enfermedad que finalmente lo vencería, tendrá lugar entre los años 1990 y 91; se trata de la serie televisiva Cine por un tubo, escrita, dirigida y producida por Summers para Televisión Española, estrenándose en su canal La 2; la sería constó de nueve episodios, cada uno de los cuales fue presentado por diversas personalidades del mundo del cine, como José Luis Borau, Luis García Berlanga, Jorge Grau y Antonio Resines, pero también de otros ámbitos, como el televisivo Joaquín Prat, entonces famoso presentador, o incluso el peculiarísimo Inocencio (Chencho) Arias, en aquella época secretario de estado de Exteriores, y cuya declarada intención fue hacer una cómica parodia de diversos géneros o subgéneros cinematográficos, como el wéstern en el episodio titulado Piston City, el terror vampírico en Que me quiten lo chupao, el cine folclórico español en La niña de los frailes, o el cine de boxeo, con irisaciones de cine negro, en Locky 5, pero también con algún episodio en el que lo parodiado eran los concursos televisivos, como en El espíritu del precio justo.

No habría tiempo para más: el 12 de junio de 1993 fallecía en Sevilla Manuel Summers Rivero, víctima de la grave enfermedad que le aquejaba desde unos años atrás. Con él se marchaba un cineasta poliédrico, muchas veces excesivo, pero también extraordinariamente creativo, capaz de lo mejor y a veces también de lo peor, un cineasta con frecuencia irregular pero cuyas buenas películas se mantienen perfectamente tantos años después. Esas películas que, en contra de lo que suele suceder con otros cineastas generalmente más monotemáticos, más endebles en el aspecto creativo, en su caso presentó toda una miríada de temas que pasaremos a comentar en los siguientes capítulos.


Ilustración: Cartel de Me hace falta un bigote (1986), la última gran película de Manuel Summers.

Próximo capítulo: “Una película de Summers”: análisis del cine dirigido por Manuel Summers. Constantes: Rebeldía, Anticlericalismo, Humor (VII)