CINE EN SALAS
[El lector interesado en la figura de Francis Ford Coppola puede consultar también en Criticalia el artículo titulado Orson Welles-Francis Ford Coppola: vidas (no tan) paralelas]
Francis Ford Coppola es, a qué dudarlo, un mito del cine. Algunas de sus películas (la saga de El padrino, La conversación, Apocalypse now) son obras maestras absolutas, referentes del llamado Séptimo Arte. Alejado desde finales del siglo pasado del cine industrial, en la centuria XXI ha hecho algunas cosas, más bien pocas, generalmente en la periferia del cine comercial al uso, y sin mucho interés (El hombre sin edad, Tetro...). Ahora, ya con 85 años cumplidos, estrena su proyecto más querido, más postergado (algo así como cuarenta años desde que lo concibió), esta megalómana Megalópolis (la cuasi redundancia es intencionada, claro...), que se está llevando, y nos tememos que con razón, todos los palos del mundo por parte de la crítica y en cuanto al público también se está pegando la gran costalada.
A ver, ya sabemos que Coppola, para financiar los 120 millones de dólares que ha costado este producto elefantiásico, ha vendido parte de sus viñedos, sibarita negocio al que se dedicó en las últimas décadas, y que un acto como ese ya nos debería poner de su parte casi incondicionalmente, y de hecho ya nos gana, al menos de entrada. Otra cosa es que el resultado sea bueno, porque no lo es, al menos en nuestra opinión.
La historia se ambienta en un futuro indeterminado, en la llamada Nueva Roma (vamos, un heterónimo de Nueva York, como Gotham, o Metrópolis...). El alcalde de la ciudad (parece que estamos en una especie de “polis” griega, una ciudad-estado, a la manera de la Atenas de Pericles), Franklyn Cicero, tiene como rival político a César Catilina, un magnate que ha inventado el “megalón” (que suena como a pastelito infantil, como el “tigretón”...), un nuevo material de propiedades prodigiosas, con el que pretende construir una nueva ciudad, la Megalópolis del título, de alguna forma también una nueva sociedad que sustituya a la corrupta Nueva Roma. César, traumatizado por la (no aclarada) pérdida de su esposa, sin embargo empieza a sentir algo por Julia, la hija de Cicero, que le corresponde. Entre tanto, el viejo y rico Hamilton Craso, con cuatro nietos (tres chicas, Clodia, Claudette y Claudine, y un varón, Clodio: de originalidad andaban regular en esa familia a la hora de ponerle nombre a los niños...), se va a casar con Wow Platinum, explosiva estrella mediática que sin embargo es la amante de Catilina...
Como el lector avisado habrá visto, la utilización de algunos nombres de la Antigua Roma está hecha buscando el desconcierto del espectador, porque César, primer emperador del Imperio, no tenía nada que ver con Catilina, un corrupto al que Cicerón le dedicó sus célebres Catilinarias, pero que aquí parecen estar intercambiados: Cicero es el corrupto y Catilina el (más o menos...) puro. Sí está justificado el apellido Craso para el millonetis, como el famoso ricachón romano, miembro del Primer Triunvirato. En cuanto a Clodio, parece provenir de Claudio, el que fuera emperador cojo, tartamudo y medio lelo (pero cuya oculta inteligencia le permitió llegar a viejo con el laurel en la cabeza...), y que hizo popular la famosa serie televisiva de los años ochenta, Yo, Claudio; sin embargo, este Clodio de la peli (un Shia LaBeouf que se pasa tres pueblos) más parece salido del film de Tinto Brass Calígula, un tipo infecto, un canalla de sádicos instintos.
Así que Coppola (autor también en solitario del guion) parece que ha querido jugar un poco al desconcierto con el espectador, en esta película que parece buscar que lo vuelvan a tachar de megalómano, una fábula (como se define el film en su título original) sobre el ser humano y su capacidad para asociarse en una comunidad, en la que aflorarán los defectos inherentes a nuestra especie: la corrupción, el odio, la envidia, los celos, la traición.
Trufada de una multitud de referencias cinéfilas (desde Ben Hur hasta La noche del cazador, en ambos casos con escenas prácticamente idénticas a las originales, aparte de otras menos evidentes), Megalópolis comienza bostezantemente: hasta que nos situamos medianamente en la historia pasa no menos de una hora en la que el reloj es consultado por el público demasiado a menudo... Menos mal que, a partir de ese momento, la trama empieza a tener cierto sentido, cierto atractivo, y consigue que el aburrimiento ceda su sitio a un voluntarista interés (que es Coppola, caramba, se dice el espectador...) y se siga la historia con benevolencia. Lástima que un “happy end” de lo más marciano, cuando la película pedía a gritos un final pesimista, malogre ese último tramo.
Es llamativo que una película de este presupuesto, y con Coppola a los mandos, sin embargo resulte con frecuencia desaliñada, incluso mal planificada, por no decir mal montada. No pasa siempre, pero en la parte inicial hay varias escenas que parecen estar pegadas como buenamente han podido los montadores (nada menos que tres...), con el material que se les ha servido por la producción. Y es que, según las malas lenguas, el rodaje fue un infierno, mayormente porque Coppola, quizá por la provecta edad, quizá porque no rueda una peli mastodóntica como esta desde hace ¿treinta años?, parece haber perdido los libros, o, como ocurre con los tenistas y los golfistas, ha “perdido la muñeca”, no tiene el tino de antaño.
Busca Coppola con su peli, o así nos lo parece, hacer una reflexión sobre el auge y caída de los imperios, hermanando el Romano con el Norteamericano (que no tiene la consideración legal de imperio pero que, evidentemente, a todos los efectos lo es), cuando los Estados Unidos presenta evidentes indicios de que, efectivamente, su tiempo como primera potencia mundial se está acabando, con la pujante China “ad portas”, como Aníbal ante Roma. Pero es una reflexión ampulosa, petulante, artificiosa, que se pierde en frases que parecen dichas como para esculpirlas en el frontispicio de algún templo (romano, lógicamente, o incluso griego), en una historia que interesa poco y que resulta a la postre, bastante aburrida.
Lástima de empeño, lástima que la muy probablemente última peli del gran Coppola no esté a la altura de sus mejores películas, ni siquiera de las medianas. En cualquier caso, al menos no se marchará de este mundo sin haberse dejado en el tintero este proyecto tan querido, aunque cuando le ha ido a dar forma, parece que se le había pasado ya (cinematográficamente...) el arroz...
Correcto trabajo actoral, con un Adam Driver que últimamente está en todas las salsas. La verdad es que es un actor dúctil, capaz de hacer creíbles todos sus personajes. El veterano Giancarlo Esposito compone un alcalde corrupto, un politicastro infame (vamos, parece enteramente español...). De ellas nos quedamos con Nathalie Emmanuel, la Julia amada por César (Julia era el nombre de la familia de César en la Antigua Roma, por cierto...), pero también con Aubrey Plaza, en un personaje de arpía que ella borda... De los viejos, vemos a Jon Voight bastante perjudicado, pero saca petróleo de su personaje, el rico Craso, y Laurence Fishburne está contenido (menos cuanto hay que dar guantás, que entonces se desmadra...).
En 1982, Coppola produjo y dirigió Corazonada (título español más bien pedestre del original inglés One from the heart, algo así como “una del corazón”): la película costó 26 millones de dólares y su recaudación en todo el mundo no llegó a 1,1 millones (fuentes: Wikipedia en ingles y The-numbers.com, respectivamente), el primero de varios fiascos comerciales (y críticos...) de su carrera, que le hundió económicamente durante al menos una década, teniendo que hacer entonces algunas películas pequeñas, sin embargo valiosas y bien consideradas (Rebeldes, La ley de la calle). Con esta Megalópolis nos parece que Coppola ha vuelto a aquel territorio, el del empeño elefantiásico, el de la gigantesca burbuja con poca materia dentro, en una película ciertamente descorazonadora, un probable final de carrera desastroso para uno de los grandes del cine mundial de todos los tiempos.
(03-10-2024)
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