A resultas del estreno en España de Tetro, el último film dirigido por Francis Ford Coppola, ha habido quien ha comparado su vida y su obra con la de Orson Welles. Hombre, no seré yo quien diga que no hay algunas similitudes entre estos ilustres hijos de Yanquilandia, pero hasta el punto de considerar sus vidas como paralelas, a la manera de Plutarco, parece excesivo.
Podemos conceder sin demasiado esfuerzo que ambos son megalómanos y han querido hacer siempre cine a lo grande; podemos también estar de acuerdo en que se arruinaron más de una vez, siempre por el desmesurado sobrecoste de sus proyectos, con alguna frecuencia no muy bien acogidos por el público; pero poco más. Welles era un genio antes de llegar al cine: con el Mercury Theatre revolucionó el teatro y la radio: recuérdese la famosa emisión de La guerra de los mundos, que convulsionó buena parte de Estados Unidos con una añagaza que hoy parecería de pardillos, pero que entonces fue un prodigioso hallazgo de comunicación y credulidad, quizá la pérdida de la inocencia en los “mass media”.
Con su primera película, Ciudadano Kane, rompió todas las anquilosadas reglas del cine, desde las técnicas a las de contenido, y eso que no era aficionado al llamado Séptimo Arte (es legendario que Welles, antes de empezar el rodaje, se empapó de todo lo que John Ford había filmado hasta entonces, especialmente de La diligencia: no fue mal aprendizaje, no…). A ésta le siguió El cuarto mandamiento, masacrado por los productores pero aún así bellísima, y una no demasiado larga filmografía, con algunas joyas extraordinarias como La dama de Shanghai (cuya trama fue extraída de una novela barata, confirmando que se puede obtener oro de la ganga) y varias notables adaptaciones de textos shakespeareanos, desde Otelo a Macbeth pasando por Campanadas a medianoche, en la que jugó hábilmente con varios dramas del autor de Como gustéis.
Pero no sólo de Shakespeare vivió Welles, sino de otros autores de similar prestigio intelectual: Kafka en El proceso o Cervantes en Don Quijote, o de autores más humildes a los que, como en La dama…, llevó a alturas imposibles: véase el caso de Sed de mal.
La historia de Welles es la de una continua lucha contra la industria, que pronto lo anatematizó por su tendencia al despilfarro y sus taquillas cada vez más menguantes, a la vez que crecía su prestigio entre la crítica. Terminó siendo un apestado para el sistema, viviendo gracias a sus intervenciones como actor, en muchas ocasiones en films que no le merecían.
Coppola, por su parte, tuvo una infancia similar a la de otros italoamericanos en Nueva York, graduándose en cine en la UCLA; posteriormente trabajó para Roger Corman haciendo cositas como Ya eres un gran chico (1966). Hasta comienzos de la década de los setenta no le llega la consagración con El Padrino, que tendría una magnífica continuación, e incluso una tercera parte en los años noventa, que muchos reputan inferior pero que a mí me parece a la altura de las dos primeras entregas de la saga. En los años setenta tiene otros dos grandes éxitos, uno de tono cultista, La conversación, y otro de grandes taquillas, Apocalypse now, ambas curiosamente trufadas de un notable intelectualismo, y en el último caso con la coartada cultista del relato original de Joseph Conrad.
Pero a principios de los ochenta parece que a Coppola lo hubiera mirado un tuerto (si nos vale el ciertamente grosero aforismo), y su nuevo y costeadísimo proyecto, Corazonada, que buscaba actualizar el cine musical clásico, resulta un sonoro fracaso, lo que le hace entrar en bancarrota y perder sus estudios de American Zoetrope. Entonces se embarca en pequeñas historias, baratitas y molonas, como Rebeldes, donde reúne al más brillante elenco de gente joven de la época, seguida por su quizá más personal historia, La ley de la calle.
Después llegaron títulos dispares, no especialmente exquisitos, desde Cotton Club, nueva revisitación del universo musical del cine clásico (como si no hubiera salido escaldado de la anterior…), a Peggy Sue se casó, marcianada entre adolescente y adulta que resultó sorprendente en un hombre de su ilustre pasado. Tampoco Jardines de piedra, tirando a militarista, le cuadraba. Tucker se vendió como una cripto-autobiografía, porque hablaba de alguien que también se enfrentó a la industria (del automóvil, en este caso), y perdió, claro, como él. Su Drácula de Bram Stoker tenía cosas interesantes, pero a ratos era demasiado barroca; sus últimos films de los años noventa, Jack y Legítima defensa, parecían encargos hechos a realizadores recién salidos de la UCLA, en vez de obras de un prestigioso veterano que frisaba los sesenta.
Su regreso al cine en el siglo XXI, con El hombre sin edad y la mediocre Tetro, confirmó que su estrella se había apagado hacía tiempo, y de él sólo nos queda el recuerdo de la Trilogía de El Padrino, Apocalypse now, La ley de la calle y La conversación, retazos de Corazonada y poco más.
En resumidas cuentas, Welles fue un erudito que hizo cine a espaldas de la industria cinematográfica, en tanto en cuanto lo que hizo no buscaba nunca el favor del público, sino, a trancas y barrancas, la mera existencia de la obra de arte. Coppola, sin embargo, es un miembro destacado de esa industria, a la que sin embargo salió rana porque quiso abarcar más de lo que podía, o quizá le cegó el brillo de la altura celestial de Apocalypse now, el cénit que auguraba su nadir.
Puestos en plan coña, podría encontrarse alguna concomitancia anecdótica; en el tema de las bebidas alcohólicas, Coppola se ha forrado el riñón con su bodega de vinos, pero Welles lo más cercano que estuvo al negocio de los espirituosos fue mientras sostenía los innumerables vasos de bourbon que trasegó a lo largo de su vida. Ah, sí, y en aquel anuncio de principios de los años ochenta, en Televisión Española, donde pregonaba las excelencias de un cava catalán, L’Aixartell, con un eslogan que le venía como anillo al dedo: “Genial. Se lo dice Orson Welles…”.